Fotografía de Don McCullin - ‘Snowy, Cambridge, early 1970s’

martes, 24 de julio de 2007

El diván de los recuerdos. Un camarada transitorio. El hijo del dentista.



J. vino del País Vasco. Su padre era dentista y había jugado en el Logroñés, como atestiguaba una fotografía en la que remataba de cabeza, puede que a gol o a las nubes. Una vez me contó J. que su padre había disputado un partido de pelota con otro tío suyo –o un amigo, ya son pequeños detalles—, pero sin pelota, lanzando eructos cada vez que hacían el gesto de darle. J. me lo contó divertido y a mí también me lo pareció. Cuando se lo conté a mi madre para que también se divirtiera me dijo que era una guarrada.

J. vivía en un ático con una gran terraza. Un día su padre montó allí una traca de petardos, que a saber por qué le dio por hacer el valenciano. J. estudiaba en el conservatorio de música y le compraron un piano. Tenía un geyperman cuando puede que yo aún no contara con mi primer madelman. Allí bebí mi primer trago de “Tang”, aquellos polvos que salieron al mercado para mezclar con agua y preparar artificiales zumos de sabor a naranja, que sabían a todo menos a eso. A su padre le gustaban las maquetas de guerra y tenía unos soldaditos muy bien pintados, carros de combate y barcos. Creo que aita estaba muy orgulloso de su reproducción del acorazado Bismarck. J. una vez se compró unas zapatillas de deporte de la marca Adidas en la tienda más cara de la ciudad, por un precio que me pareció astronómico. Creo que le salieron malas. J. era hijo único y su familia parecía tener recursos.

Los abuelos maternos de J. vivían en una casa muy grande cerca de la plaza mayor. Su abuelo tenía barba elegante y recortada, de auténtico prohombre. Era concejal del Ayuntamiento en los tiempos en que ser prohombre era suficiente para conseguirlo. Y tenía una secretaria que trabajaba para él en un despacho de aquella gran casa, con un largo pasillo que daba una vuelta completa a la vivienda. En la casa de los abuelos de J. había una gran televisión en color, cuando en mi casa aún no se había comprado aquel armatoste Telefunken y seguíamos con la gran televisión en blanco y negro de mi abuela I., que la pobre ya no podía necesitar en la residencia, menos aún con su galopante demencia senil. En aquella televisión de la casa de los abuelos de J. vimos la programación que pusieron el día en que murió Franco y suspendieron las clases. ¿”Objetivo: Birmania”? Puede ser. También recuerdo haber visto allí muchas tardes “Vickie el Vikingo” y “Un Globo, Dos Globos, Tres Globos”. ¿O me confundo? La madre de J. tenía una hermana que me pareció bellísima. La tía B., casada con un tipo que me inspiraba poca confianza. Serían los celos.

El caso es que aquella amistad me proporcionó tres cosas. La primera: descubrí que tenía caries y una deficiente higiene dental tras una gentil revisión que me realizó el padre de J. La segunda: unas paperas que me contagió J. y que me permitieron conocer el alegre espíritu del practicante que venía a casa a pincharme, siempre con el mismo chascarrillo: “¿Dónde está ese muchacho que no tiene pa’ pipas y tiene paperas?” Y la tercera y más importante: entré en los dominios de una familia adinerada. Debí de percibirlo claramente, puesto que me vi impulsado a contar absurdas mentiras a J. sobre un tío mío imaginario que era escandalosamente rico. Sin ir más lejos, en unas vacaciones me llevó a dar una vuelta en su Concorde. J. se daría cuenta enseguida del disparate. El caso es que se lo contó a su madre quien, divertida, me interrogó sobre el famoso pariente. Ella se lo pasaría en grande, sí, pero yo deseaba que me tragara la tierra unos cuantos kilómetros, sin importarme el número.

De algún modo creo que con la familia de J. me topé, suave y casi imperceptiblemente, con el clasismo y las líneas que se encarga de trazar, despertando los deseos de un niño de rebasarlas de la peor manera posible: fingiendo. Y pude contemplar los primeros pasos de la sociedad de consumo antes de que nos invadiera por completo. Como aquello no podía durar, se acabó. Recuerdo una discusión, quizá la última, con J. en la plazuela junto al colegio, donde le grité que era un niño mimado y que se fuera con su mamá.

Creo que también estudió Derecho y está metido en el mundo de la asesoría jurídica de empresas a nivel internacional. En su sitio, of course. Confío en que no suene a envidia miserable, porque no es tal cosa.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

La anécdota del partido de eructos a mí también me hace gracia y me he reído a carcajadas, aunque no me gustan -al menos por separado- ni los eructos ni el fútbol.

Sí, sí, yo también viví lo de geyperman, el tang (puajj, pero lo que llorabas para que mamá lo comprase), las zapatillas Adidas (qué imagen tan desconcertante eligió usted, Di Blasino), "Un globo, dos globos...", las paperas "regalito" de ese amigo del que jamás te separabas,... Ay, por favor ¡qué tiempos!

Sepa, Miguel, que todos nos hemos tirado el pegote con lo del pariente lejano al que le sale la pasta por las orejas. No se preocupe más ni se sonroje al recordarlo porque eso es un clásico en el ámbito de las mentiras infantiles, ja ja.

Qué risa, pero qué estrambóticos amigos tenía usted, ¿no? A ver con qué me sorprende próximamente (impaciente espero alguna anécdota sobre su primer amor).

Pase un lindo día, amigo.

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Esperando en vano noticias de Bianca, esperando, esperando...

Lenny Zelig dijo...

Pero señorita, si me remonto al primer beso... me cargo practicamente la mitad de la película, ja, ja. Me llegó demasiado tarde, no por falta de ganas, sino exceso de estupidez. Casi creo que con ocasión del segundo, nació el pequeño J., ja, ja.
En fin, en esta radio no se admiten peticiones, mademoiselle, pero si algún día llego al primer beso, deberé estrujarme los sesos para que el relato no me lleve a darme cabezazos contra la pared, que es lo que voy a hacer ahora mismo, ja, ja.
Y ahora mismo me ocuparé de Bianca, por supuesto. Me dirijo a su casa a acodarme en la misma equina de la misma ventana. No la cierre.

Pablo Baquero Sánchez dijo...

No se preocupe, no suena a tal cosa ni a nada parecido. Además, la asesoría internacional no es tan glamourosa (sobre todo un sábado a las cuatro de la mañana hablando con un tipo que piensa en chino, habla en inglés y está leyendo un papel en español). Un saludo.

Lenny Zelig dijo...

Me quedo más tranquilo, gracias.
Un saludo.