Fotografía de Don McCullin - ‘Snowy, Cambridge, early 1970s’

viernes, 20 de julio de 2007

El diván de los recuerdos. Los camaradas. Más sobre el hijo del tabernero. El viaje (1ª parte: la ida).



He visto muchas películas en el autobús. En el trayecto hasta Madrid por las oposiciones, casi una vez al año durante varios, y en los largos viajes a Galicia a visitar a mi hermana mayor. Creo que me las veía todas, sin rechistar, como queriendo cumplir con los deberes de un buen viajero. No sé cuándo fue, pero una vez hace ya muchos años apareció en la pantalla diminuta una película que se titulaba “Ojos negros”, de Nikita Mikhalkov. No la conocía y empecé a verla, intrigado por no ser una de las habituales películas de acción. Alguien en la empresa de transporte se había equivocado. Marcello Mastroianni interpreta a un italiano que se ha enamorado locamente de una joven rusa que conoció en un balneario. Su amor le lleva a un viaje disparatado a Rusia tras el rastro de ella. Cuando acabó la película, tenía un nudo en la garganta y los ojos a punto de desembalsar.

Tocado por la emoción de aquella historia tuve que acordarme necesariamente del viaje que nos llevó tiempo atrás a M. y a mí a Bélgica. Sé que en algún lugar quedan fotografías de aquella aventura, pero no sé dónde. Lástima, me ayudarían. M. trabajaba duramente en el bar de su padre en los meses de verano y hasta el final de las ferias. Allí conocía a estudiantes extranjeras de las que, de tanto en tanto, se enamoraba. Una fue P., una joven belga que le cautivó al confesarle una trágica historia personal, no recuerdo cuál, despertando así al paladín que M. quería imaginarse. Más pronto que tarde, P. volvió a su país. El obsesivo M. no se conformó y sólo él podrá saber lo que se gastó en los teléfonos públicos con sus llamadas internacionales. Y sólo P. podría contarnos lo agobiada que debió de sentirse aquellos meses de su vida. En cualquier caso, por la razón que fuera, M. resolvió viajar a Bélgica. No sé qué tenía que aclarar, saber o, más seguramente, terminar de destruir. Porque M. era incapaz de ver el final de las cosas: aparecían los títulos de crédito, se encendían las luces y él seguía comprando palomitas. Y me pidió que le acompañara, ofreciéndome el incentivo de hacer turismo por algunas ciudades a cambio de mis servicios como intérprete. M. tenía dinero de sobra y yo siempre andaba sin blanca. Acepté. Adquirimos dos billetes de interrail y con dieciocho años recién cumplidos cogimos el tren. Llevábamos las mochilas bien cargadas, un poco del inglés que después iría perdiendo y un librito con frases usuales en francés. M. no podía disimular sus nervios.

Primera parada, París. El trayecto hasta allí se me hizo largo. Me parece que estuvimos bastante tiempo parados en la frontera. En cuanto llegamos a París buscamos un hostal junto a la estación de Austerlitz y nos pusimos a visitar la ciudad. Hacía muy buen tiempo y los recuerdos son imprecisos, mezclándose con algunas otras visitas posteriores a la ciudad, como la que haríamos con ocasión de la boda de M. unos años después. [Dos parejas y un soltero que acudimos a Saint Germain en representación de los amigos de la patria para asegurarnos de que M. se casaba. Una escapada realmente divertida. Con M. tenía que ser así: la despedida acabaría siendo lo mejor]. Ya tan cerca de Bruselas, imagino que M. debería de estar enormemente impaciente por llegar cuanto antes allí. Sí, creo que nuestra segunda parada fue Bruselas.

Nos alojamos en un pequeño hostal que, si recordara su nombre, recomendaría. Limpio y agradable, éramos los únicos huéspedes. M. hacía sus llamadas a P. para concertar la cita, o algo así. Yo estaba al margen de la cuestión y muy en mi papel de lacayo, esperándole paciente junto a las cabinas en aquella época sin móviles. Tal vez sería el día siguiente a nuestra llegada a Bruselas cuando M. iba a ver al fin a P. Tendría que coger un tren hasta la localidad cercana donde P. vivía o estudiaba, que tampoco recuerdo. Aquel billete también debí de sacárselo yo. Marcharía por la mañana y volvería tarde. Supongo que le deseé suerte y le di un par de palmadas. Él me dio dinero para comer y lo que pudiera necesitar. El amo me había concedido el día libre.

Así pues, a patear Bruselas, Miguelino.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Aggghhhhhh, agggghhhh, ¡buenííííísimoooooo!, pff, pff y re-pfff...

Volveré, vaya que sí.

Fdo: unA mismA (¡yo también hice ese interrail, jua!).

Lenny Zelig dijo...

Me alegro de que le guste y le agradezco mucho que me lo diga.
Que pase un buen fin de semana xD, que dirían (no sé si está bien dicho).

Anónimo dijo...

Miguelino, usted ha tenido un colega pero que muy obsesivo. ¡Qué historia tan fantástica! M en busca de P, P posiblemente colgada de X en Bélgica, M (usted) acompañando al amo en su cortejo amatorio cual criado del teatro barroco, tiqui-tiqui... Aquí sólo faltaba el correo epistolar entre los susodichos, pero la comunicación telefónica con el extranjero lo suple con creces, ay.

La ilustración es muy sugerente, ésta ya sí tiene su poquito de cielo, de aire y de vida; refleja fielmente el espíritu del interrail (cara de nostalgia).

Continuo.