Me acordé de ella rebuscando en la memoria la imagen de algún digno friki en el cine.
También recordé que, como un pequeño respiro, agradecí el breve juego de incomunicación en un columpio.
Coixet, genial rara avis.
Pensándolo mejor, ninguno de los dos.
G. era pelirrojo, tenía la cabeza grande, los pies planos y una risa bobalicona y contagiosa. Tenía muchos hermanos. Recuerdo que durante un tiempo –imposible saber cuánto- anduve correteando con él por la zona antigua, por donde él vivía. Una vez me presentó, orgulloso creo recordar, a un chaval peligroso que al parecer había pegado a su padre un día que éste se emborrachó. No creo que felicitara al muchacho y seguro que me quedé rascándome la cabeza, con esa expresión que aún conservo y utilizo cuando quiero decir "¿¡?¡?¡?¿¡?" Ahora comprendo que en ese desconcertante episodio se refleja el estado de abandono en el que se encontraba entonces el casco antiguo, un suburbio de casas bajas en pleno centro histórico. Aunque la familia de G. no tenía nada que ver con ello, al vivir en aquel entorno mi amigo conoció otro mundo y me presentó a uno de sus habitantes. Con los años las cosas han cambiado y el casco antiguo se ha recuperado, convirtiéndose en una tranquila y apreciada zona residencial y desplazando la miseria a alguna otra parte. Al fin y al cabo la marginalidad, como el tamo del polvo, termina acumulándose donde la dejan, moviéndose siempre al ritmo de los escobazos.
Adonde quiero llegar es a la casa de G. Qué manía la mía y qué albañil más feliz habría sido. Era una vivienda unifamiliar construida a escasos cincuenta metros de la catedral, a un paso de la facultad donde el padre de G. daba sus clases y con formidables vistas al impresionante convento de San E. La verdad es que el chalecito estropeaba la vista de la catedral desde la calle San P. y mi padre siempre decía que era una barbaridad que el Ayuntamiento hubiera permitido su construcción. Un disparate urbanístico, sí, pero qué casa, pensaba yo. Creo que no sueño cuando recuerdo que hasta tenía una pequeña piscina. Y muchas habitaciones, porque aquella familia sí que era numerosa en el antiguo sentido de la expresión. Hace bastante tiempo que no paso por allí, pero creo que se derribó la casa y se construyó un pequeño bloque de apartamentos.
Cuando intento saber algo de aquellos amigos del pasado a los que he perdido por completo la pista, pruebo suerte tecleando su nombre y apellidos en un buscador de internet. Con el hijo del dentista obtuve algo, pero de G. no hay ni rastro. ¿Qué habrá sido de aquel entrañable grandullón?
Por si acaso, me cuido de teclear mi propio nombre. No quiero comprobar que no existo.