Fotografía de Don McCullin - ‘Snowy, Cambridge, early 1970s’

martes, 31 de julio de 2007

Nastassja

Mi piccolo trabajo de fin de curso.



-Miguelino, está usted suspendido. Para septiembre ya me está quitando algunas fotografías de ínfima resolución y poniéndole algo más de marchita al asunto.
-Pero...
-Ni pero, ni pera, ni leches. El dieciséis de agosto ya me está estudiando.

Pues hasta el dieciséis, camaradas.

lunes, 30 de julio de 2007

Local Hero

Una banda de rock interpretando un concierto para guitarra eléctrica y teclado. Andrés Segovia con camiseta y cinta en la cabeza: Mark Knopfler.

Cat Stevens




Antes de que se le fuera la olla.
P.S.: aquello sí que era un respetuosísimo público entregado.

Los vecinos. El hijo del Teniente Coronel

Ma. era todo un deportista. Entre otros, practicaba el hockey sobre patines, algo que no deja de sorprenderme, aunque entonces me pareciera normal. Tenía muchos hermanos y vivía en el portal contiguo al mío, en una casa muy grande que hacía esquina. En el chaflán estaba el enorme salón lleno de ventanas, al que se llegaba a través de un larguísimo pasillo flanqueado por las puertas de las muchas habitaciones.

Entre los ocupantes de aquella casa tan animada estaba un tío de Ma., sacerdote. Le sigo viendo a veces cuando visito la ciudad, ya delgado y consumido, pero siempre con su negra sotana. Tengo la impresión de que el tío tenía poca relación con sus sobrinos, sólo una plaza en la residencia.

En aquellos bloques unidos de pisos para funcionarios, era frecuente que las familias tuvieran varios hijos y que se establecieran vínculos de amistad entre los de la misma edad. Ma. tenía tantos hermanos que había oportunidades de amistad para todos los míos. Mi hermana mayor A., amiga de la que tenía su mismo nombre. Mi hermano J., amigo de C. Mi hermana E. amiga de M. Ma., que era el menor de su casa, compinche del menor de la mía. Y aún le quedaba un buen puñado de hermanos a Ma.

Ma. estudiaba en un colegio cercano en donde ponían películas algunos fines de semana. No debía de controlarse adecuadamente el acceso a las proyecciones, porque aún recuerdo una película japonesa, con samuráis armados con espadas cortando las orejas de los rivales, que después ensartaban hábilmente en sus armas antes de que cayeran al suelo. Durante una buena temporada se me quitaron las ganas de ver películas (de japoneses).

Del padre de Ma., que murió demasiado pronto, apenas recuerdo su SEAT 1500 –todo tenía que ser grande para que cupieran— y montarme en él para ir a una fiesta que se había organizado en el cuartel de caballería en el que estaba destinado. Cuando murió el padre, la madre de Ma., una mujer de pelo negrísimo y gran sentido del humor, se quedó sola al frente de aquella tropa. La mayoría de los hermanos salieron adelante y bien parados, aunque alguno cayó en la droga y no sé si allí sigue. Y Ma. se casó precipitadamente y ya no sé dónde para.

Es normal que en familias tan grandes acabe pasando de todo. Son casi poblados. Allí sí que habría aprendido historias, algunas verdaderamente duras.

domingo, 29 de julio de 2007

La prueba


Escarbando entre viejas fotografías en la casa de mis padres, tiradas en el desbarajuste de un cajón, encontré algunas del viaje a Bélgica con M. Antes que nada, habría que poner algo de orden allí. Así lo haré otra vez que me acerque con más tiempo.

Lo importante es que me he hecho con algunas pruebas de la existencia de aquel atolondrado viaje. Como la reconocible portada del periódico en manos del secuestrado que confirma que está vivo. Aquel viaje ocurrió, y aunque a nadie tengo que demostrarlo –salvo a mí, en todo caso—, he aquí las pruebas.



Camino de la estación, probablemente bastante temprano. ¿O era al final del viaje cuando ya nos despedíamos y cada cual tomaba el camino de su casa? Se adivina el horrososo saco estampado que mi padre compró, seguramente en oferta, aquella vez que nos fuimos todos los de la familia (Alcántara, podría decirse) de camping. Afortunadamente no tuve que hacer uso de él en aquella ocasión. M. se estiró (era realmente generoso) y siempre dormimos en camas hechas.

Y París, qué ciudad. Venga, M., sácame una foto, que luego no se creerán que estuve aquí. La Torre Eiffel bastará. Procura que no sea sólo una foto de la Torre, conmigo de pegote lateral. Pa-ta-ta, pa-ta-ta. A la mierda la patata. Clic.



Casi perfecto. Título: “Una torre con un humano en la esquina inferior izquierda colocándose la manga”. Mira que te lo dije.

viernes, 27 de julio de 2007

Instructores varios. Los profesores de Lengua y Literatura


No sé si hubo uno más, pero sólo recuerdo tres en los cuatro años que pasé en el instituto. Por este orden.

1) Regordete, bajito y con una barba muy poblada y larga que le llegaba al pecho. Nos lo puso fácil: “El Pitufo”. Un hombre entrañable que se ganó rápidamente mi afecto. Lo estoy viendo de pie, con un librito (¿Cantar de mío Cid?) sujetado con una sola mano que apoyaba en el saliente de su tripa, y con la otra mano en la espalda. Tartamudeaba un poco. Recuerdo que una vez nos dejó un rato para que jugáramos con el diccionario, buscando o descubriendo palabras. Como era de esperar, todos acabamos enredados entre lo escatológico y lo sexual. Caca, culo, teta, pito y pis. Cuando me vio hacer lo mismo, al levantar yo avergonzado la mirada del diccionario, me dijo algo que sonó a “¿tú también, Bruto?”

2) Una mujer muy atractiva, o eso me parecía a mí. También menuda, de maneras muy delicadas y un par de focos de atención imposibles de disimular. Recuerdo una clase por la tarde. Trajo a su hija pequeña, que se entretenía por los pasillos. Nos pidió que definiéramos un sobre. Yo me decanté por su uso. Mi compañero E. se dedicó a describirlo físicamente con todo detalle. No sé por qué, me pareció que él había dado en el clavo y que yo me había liado. Ella afirmó que eran dos puntos de vista. Como por encima de todo buscaba su reconocimiento, me quedé tan contento como un perrillo al que acarician la cabeza. Un recuerdo absurdo dentro de una memoria rebelde. No comprendo cómo he podido olvidar casi por completo a aquella encantadora mujer.

3) El profesor de C.O.U. Había llegado ese año al instituto procedente del sur. También lo recuerdo como alguien de formas suaves y extrema cortesía. Cuando acabó el curso nos lo dijo claramente: “Los alumnos de ciencias sois mejores alumnos de lengua que los de letras”. Toma, toma y toma, que diría Fernando Alonso. No sé qué me digo, como si tuviera alguna importancia.

Les presento mis respetos, dama y caballeros.

jueves, 26 de julio de 2007

Los casi-camaradas. El del Opus.



M. J., el que acabaría descubriendo por casualidad su vena pictórica en el instituto, pertenecía a la Obra. Esto suponía una especial preparación en algunos temas. Por ejemplo, la vida del santo local que daba nombre a la iglesia junto al colegio. Recuerdo que una vez nos visitó en la escuela el severo párroco, persona de aire soberbio que siempre me desagradó, incluso cuando compartíamos ensoñaciones. No sé exactamente a qué obedecía aquella visita, pero don J.M. acabó hablando del santo, preguntándonos qué sabíamos de él. Como el santo había realizado algunos famosos milagros, don J.M. preguntó a la canaria recién llegada por alguno de ellos. No creo que fuera casualidad. El párroco pareció fijarse en la misma belleza que a mí me atontaba. Buen ojo el del clérigo. La muchacha no había tenido tiempo de conocer aún la vida del santo y al párroco no le pareció bien. No sé si M.J. levantó la mano o fue la providencia la que guió a don J.M. para que preguntara a quien sí sabía. Ahora bien, no contaré ninguno de los dos milagros que me vienen a la cabeza. Trato de contar la realidad y esa parte no parecería creíble.

M.J. intentó introducirme en la Obra. Por aquella época la institución tenía dos locales en la ciudad. Uno era un club juvenil y el otro parecía la sede central. Yo, que se ve que he metido mis narices en todos los inmuebles donde me han invitado, visité ambos, por supuesto. En el club pasé una tarde que no recuerdo especialmente divertida. Sobre todo al final, cuando el juego consistía en subirse a una silla a contar un chiste, yo, que nunca he sabido muchos y no digamos contarlos. En el cuartel general las actividades eran más formativas. Recuerdo la proyección de una película del fundador, aquel inquieto hombrecillo ensotanado, en la que aparecía rodeado de jóvenes entusiastas, quizá sentados en el suelo. También recuerdo una entrevista con un joven sacerdote que me interrogó sobre nociones básicas del catecismo y me pidió información precisa acerca de mi marcha en los estudios. Lo que se dice una entrevista de trabajo. No acepté el empleo.

Intento precisar el momento en el que dejé de creer. Imposible. Aunque tengo la sensación de que al principio tuvo que ver con el convencimiento de que no somos libres para elegir. A veces el cerebro me manda mensajes imprevistos, y una vez me aseguró que si lográramos reproducir fielmente la vida de cualquier persona, ésta siempre haría lo mismo y tomaría las mismas decisiones. Cuando me dije a mí mismo que el experimento era imposible, el cerebro me respondió que ya, que sólo era una hipótesis o un postulado, que yo vería. Pero desde entonces intuyo que es cierto. Y si no hay libertad para elegir, los premios y castigos divinos que nos anunciaban dejaban de tener sentido. Lo demás es simple. Una vez que comienzan las sospechas de error en la idea religiosa, el tiempo no hace más que confirmarlas. El mundo tiene más sentido si la religión es sólo un sueño.

La última vez que vi a M.J. fue en la boda de C. Fue agradable volver a verle y me divertí oyéndole hablar con entusiasmo sobre el buen negocio que sería patentar algo, que es en lo que al parecer piensan algunos ingenieros industriales como él y en lo que ni soñamos tipos como yo. Por C. sé que se casó, aunque creo que no ha patentado nada. Me juego la cabeza a que sigue perteneciendo a la Obra. Lo que me sugiere pensar en la insensatez e irracionalidad que se oculta tras personas sensatas y racionales, aparentemente.

miércoles, 25 de julio de 2007

El diván de los recuerdos. Los camaradas. El hijo del comerciante de ropa


De N., un tipo que me caía muy bien, recuerdo muy pocas cosas. Fundamentalmente, tres momentos.

En el colegio había niños y niñas, pero al principio estábamos separados. A partir de 6º de E.G.B., sin embargo, nos mezclaron. En esa nueva etapa recuerdo un perfecto día de verano en la piscina más grande de la ciudad. Coincidimos allí varios compañeros del colegio, chicos y chicas, incluida aquella canaria de mis desvelos. Jugábamos a policías y ladrones. Ella y yo quedamos en equipos distintos. Ideal para intentar cazarse. Carreras, emociones y diversión. Hasta que N. se cayó y se hizo daño. Se dislocó el hombro o se rompió la clavícula, no recuerdo bien. Le vendaron y tuvo que irse. Qué faena. Yo me puse muy digno y dije que después de aquella desgracia no podíamos seguir jugando. Menudo imbécil. Los demás parecieron estar de acuerdo. Menudos idiotas. Lo que me habría gustado seguir corriendo tras ella.

Una vez gastamos a N. una pesada broma. Varios amigos íbamos a organizar una excursión o sólo fingimos que lo hacíamos, no recuerdo. En cualquier caso, la verdad es que llegado el día no saldríamos. Dejamos que N. creyera lo contrario, organizara su mochila y se presentara a la hora y en el lugar convenidos para partir a la excursión fantasma. Debió de ser idea de V., que podía ser retorcido cuando se lo proponía. Además del lógico disgusto de N., recuerdo mi mala conciencia. Empezaban a preocuparme las frustraciones ajenas.

N. dibujaba muy bien. Seguíamos en el mismo curso cuando pasamos al instituto y el profesor de dibujo, como prueba de fin de curso, nos encomendó a todos que hiciéramos un trabajo libre. Sobre cualquier tema y con cualquier material. Lo que hiciéramos se expondría después en los pasillos del centro. Por el bien de mi propia estima, no recuerdo en absoluto el aspecto de lo que hice. Pero casi veo el dibujo de N.: una columna de personajes y objetos entrelazados, en negro sobre blanco, como el diseño de una falla. Me pareció el trabajo más brillante de todos. Pero el profesor de dibujo tenía otra opinión. M. J., otro amigo que también provenía del colegio, había tenido una idea simple para afrontar el reto artístico: cogería unas hojas grandes, de plátano creo, las embadurnaría de pintura por una cara y las estamparía sobre una cartulina grande, logrando así la figura de varias hojas de varios colores. El profesor de dibujo, que consideró el trabajo de N. demasiado convencional, una escena de cómic que no le interesaba, se mostró entusiasmado con el resultado de la creación de M. J. Éste me reconoció, riéndose, que teniendo un talento plástico tan nulo como el mío, se le había ocurrido la idea de estampar las hojas como la mejor y más rápida forma de cubrir el expediente. No esperaba tan buen recibimiento. Un golpe de suerte de un inútil había derrotado al esfuerzo de alguien con talento. A veces sucede.

Creo que N. siguió los pasos de su padre y se puso a trabajar también en la tienda de ropa de la familia, diseñando él mismo modelos que luego vendían. Deseo que el sabor a infortunio de mis escasos recuerdos de N. no tengan nada que ver con su vida. Éxito, amigo.

martes, 24 de julio de 2007

El diván de los recuerdos. Un camarada transitorio. El hijo del dentista.



J. vino del País Vasco. Su padre era dentista y había jugado en el Logroñés, como atestiguaba una fotografía en la que remataba de cabeza, puede que a gol o a las nubes. Una vez me contó J. que su padre había disputado un partido de pelota con otro tío suyo –o un amigo, ya son pequeños detalles—, pero sin pelota, lanzando eructos cada vez que hacían el gesto de darle. J. me lo contó divertido y a mí también me lo pareció. Cuando se lo conté a mi madre para que también se divirtiera me dijo que era una guarrada.

J. vivía en un ático con una gran terraza. Un día su padre montó allí una traca de petardos, que a saber por qué le dio por hacer el valenciano. J. estudiaba en el conservatorio de música y le compraron un piano. Tenía un geyperman cuando puede que yo aún no contara con mi primer madelman. Allí bebí mi primer trago de “Tang”, aquellos polvos que salieron al mercado para mezclar con agua y preparar artificiales zumos de sabor a naranja, que sabían a todo menos a eso. A su padre le gustaban las maquetas de guerra y tenía unos soldaditos muy bien pintados, carros de combate y barcos. Creo que aita estaba muy orgulloso de su reproducción del acorazado Bismarck. J. una vez se compró unas zapatillas de deporte de la marca Adidas en la tienda más cara de la ciudad, por un precio que me pareció astronómico. Creo que le salieron malas. J. era hijo único y su familia parecía tener recursos.

Los abuelos maternos de J. vivían en una casa muy grande cerca de la plaza mayor. Su abuelo tenía barba elegante y recortada, de auténtico prohombre. Era concejal del Ayuntamiento en los tiempos en que ser prohombre era suficiente para conseguirlo. Y tenía una secretaria que trabajaba para él en un despacho de aquella gran casa, con un largo pasillo que daba una vuelta completa a la vivienda. En la casa de los abuelos de J. había una gran televisión en color, cuando en mi casa aún no se había comprado aquel armatoste Telefunken y seguíamos con la gran televisión en blanco y negro de mi abuela I., que la pobre ya no podía necesitar en la residencia, menos aún con su galopante demencia senil. En aquella televisión de la casa de los abuelos de J. vimos la programación que pusieron el día en que murió Franco y suspendieron las clases. ¿”Objetivo: Birmania”? Puede ser. También recuerdo haber visto allí muchas tardes “Vickie el Vikingo” y “Un Globo, Dos Globos, Tres Globos”. ¿O me confundo? La madre de J. tenía una hermana que me pareció bellísima. La tía B., casada con un tipo que me inspiraba poca confianza. Serían los celos.

El caso es que aquella amistad me proporcionó tres cosas. La primera: descubrí que tenía caries y una deficiente higiene dental tras una gentil revisión que me realizó el padre de J. La segunda: unas paperas que me contagió J. y que me permitieron conocer el alegre espíritu del practicante que venía a casa a pincharme, siempre con el mismo chascarrillo: “¿Dónde está ese muchacho que no tiene pa’ pipas y tiene paperas?” Y la tercera y más importante: entré en los dominios de una familia adinerada. Debí de percibirlo claramente, puesto que me vi impulsado a contar absurdas mentiras a J. sobre un tío mío imaginario que era escandalosamente rico. Sin ir más lejos, en unas vacaciones me llevó a dar una vuelta en su Concorde. J. se daría cuenta enseguida del disparate. El caso es que se lo contó a su madre quien, divertida, me interrogó sobre el famoso pariente. Ella se lo pasaría en grande, sí, pero yo deseaba que me tragara la tierra unos cuantos kilómetros, sin importarme el número.

De algún modo creo que con la familia de J. me topé, suave y casi imperceptiblemente, con el clasismo y las líneas que se encarga de trazar, despertando los deseos de un niño de rebasarlas de la peor manera posible: fingiendo. Y pude contemplar los primeros pasos de la sociedad de consumo antes de que nos invadiera por completo. Como aquello no podía durar, se acabó. Recuerdo una discusión, quizá la última, con J. en la plazuela junto al colegio, donde le grité que era un niño mimado y que se fuera con su mamá.

Creo que también estudió Derecho y está metido en el mundo de la asesoría jurídica de empresas a nivel internacional. En su sitio, of course. Confío en que no suene a envidia miserable, porque no es tal cosa.

lunes, 23 de julio de 2007

Tess (de los D'Urbervilles)




Otro sueño de juventud. Esta vez mío y compartido, supongo, con algunos varios miles.

Conocí a Nastassja Kinski en “Tess”, de Roman Polanski. Me dejó tan seducido que, siendo un sentimental adolescente, no recuerdo cuántas veces llegué a ver la película. Varias, siempre a primera hora de la tarde y con la incómoda sensación de que la taquillera pensaba que ya estaba aquél otra vez allí. Me cuesta encontrar una buena postura en los cines, por la altura y mi preocupación por no molestar al de atrás. Pero en aquellas tempranísimas sesiones de cine apenas había nadie y así era más fácil. Aunque no habría importado si hubiera sido de otro modo. Siguiendo embobado aquella larga y dramática historia y a su bellísima heroína, ni sabría que tenía espalda.

Me impongo dos tareas: intentar mezclar música con fotografías de Nastassja y empezar a hacer una lista con todas aquellas películas que vi demasiadas veces seguidas. No sé cuándo encontraré tiempo para lo primero –para hacerlo y aprender antes a hacerlo, vaya. Espero no ser tan torpe como lo era con las manualidades. Porque es oír la desusada palabra “pretecnología” y se me aparecen la afilada cara de doña Ernestina y los rizos de su cabeza, y un sudor frío me cae por la espalda. Traumas que nos deja el dichoso empeño educativo de intentar sacar al artesano que algunos no llevamos dentro.

domingo, 22 de julio de 2007

Algunos conocidos. El hijo de los profesores de alemán.





Me gusta la caligrafía. Aprecio la belleza gráfica de las palabras trazadas a mano. Y me gustaba la letra de S., compacta, algo picuda y regular. Y su firma compuesta de las iniciales de su nombre y apellidos, y rematada –me pareció muy original— con el año en curso, como un artista que datara su obra. Conscientemente imité una y otra, con desigual resultado. La letra no llegaba a su altura, pero estuve poniendo el año bajo mi firma durante mucho tiempo.

S. era muy amigo de J.M., que también sería después un buen amigo mío. Pero no creo haberle tratado mucho. Yo era de los que se quedaban en la plazuela de la iglesia, junto al colegio, cuando terminaban las clases de la tarde. Seguíamos jugando hasta cerca de las ocho y no recuerdo que S. se quedara con nosotros. Él era uno de los mejores alumnos del curso e imagino que llevaría una vida más ordenada.

Me queda una sola imagen, pero muy clara: un muchacho con el pelo liso y algo largo, jovial y de risa abierta.

Habíamos perdido definitivamente el contacto hacía ya bastante tiempo, cuando me llegó la noticia de que S. había muerto al despeñarse por un acantilado en Santander, en la zona de Mataleñas, mientras corría haciendo deporte. Rondaría los veinte años. No estoy seguro, pero bien pudo ocurrir cuando yo aún ponía el año en mi firma casi infantil.

R.I.P.

sábado, 21 de julio de 2007

2ª parte del viaje: la vuelta inevitable


Caminé mucho aquel día, pero sólo recuerdo tres lugares. Primero, la tienda donde compré algunos detalles para la familia. Entre ellos, y para mi padre, unos accesorios para las botellas de champán que darían bastante juego durante varias navidades. Después, el restaurante yugoslavo –ya no lo sería aunque continuara abierto— donde comí. Me sentía extraño comiendo solo, tan jovencito, en aquel lugar. Pedí arroz y lo primero que reconocí en la carta como un filete de carne con patatas. Entonces y ahora sólo quería saciar el hambre. Cuando un gourmet quiere tener una pesadilla, sueña que ha dejado de ser él y soy yo entrando en un restaurante. Y por último, una terraza en la Grand Place, donde me senté a tomar una buena jarra de cerveza negra que elegí, sin saber, de entre la larga lista que se ofrecía. El lugar estaba abarrotado de gente y también allí me sentía fuera de lugar.

No sé dónde volvimos a encontrarnos M. y yo aquel día. Vino desolado. Me esfuerzo por recordar qué me dijo sobre lo sucedido y apenas acierto a vislumbrar una reunión con P. y varios amigos suyos, quizá en la casa de uno de ellos, y un tercero en discordia, el entonces amigo especial de P. Lo previsto. Por todos, menos por el desdichado M. Si no recuerdo los detalles de qué hubo de padecer M. aquel insólito día no es porque no me lo contara –si M. disfrutaba de algo era hablando de sí mismo—, sino porque hacía ya mucho tiempo que sus desventuras sentimentales no me interesaban.

Seguimos ruta. Transcurrió ya muy deprisa. Una rápida visita a la ciudad de Luxemburgo, un día en Brujas y luego Amberes, Rotterdam y Amsterdam. Teníamos inicialmente previsto acercarnos al norte de Italia, pero el desesperado M. sólo quería volver a casa y así lo hicimos.

Cuando llegamos a la estación de tren de nuestra ciudad se completó el círculo. Volvíamos al lugar del que salimos, pero no iguales. M., con un poco menos de dinero y bastante más amargura. Y aunque pareciera lo contrario, nuestra amistad aún más envilecida.

En todos los sentidos, el viaje fue otro fracaso para ambos.

Stevie Nicks



Un sueño de juventud.
Si Pedro pudiera verlo, se le caerían los palos del sombrajo de tanta nostalgia.

viernes, 20 de julio de 2007

El diván de los recuerdos. Los camaradas. Más sobre el hijo del tabernero. El viaje (1ª parte: la ida).



He visto muchas películas en el autobús. En el trayecto hasta Madrid por las oposiciones, casi una vez al año durante varios, y en los largos viajes a Galicia a visitar a mi hermana mayor. Creo que me las veía todas, sin rechistar, como queriendo cumplir con los deberes de un buen viajero. No sé cuándo fue, pero una vez hace ya muchos años apareció en la pantalla diminuta una película que se titulaba “Ojos negros”, de Nikita Mikhalkov. No la conocía y empecé a verla, intrigado por no ser una de las habituales películas de acción. Alguien en la empresa de transporte se había equivocado. Marcello Mastroianni interpreta a un italiano que se ha enamorado locamente de una joven rusa que conoció en un balneario. Su amor le lleva a un viaje disparatado a Rusia tras el rastro de ella. Cuando acabó la película, tenía un nudo en la garganta y los ojos a punto de desembalsar.

Tocado por la emoción de aquella historia tuve que acordarme necesariamente del viaje que nos llevó tiempo atrás a M. y a mí a Bélgica. Sé que en algún lugar quedan fotografías de aquella aventura, pero no sé dónde. Lástima, me ayudarían. M. trabajaba duramente en el bar de su padre en los meses de verano y hasta el final de las ferias. Allí conocía a estudiantes extranjeras de las que, de tanto en tanto, se enamoraba. Una fue P., una joven belga que le cautivó al confesarle una trágica historia personal, no recuerdo cuál, despertando así al paladín que M. quería imaginarse. Más pronto que tarde, P. volvió a su país. El obsesivo M. no se conformó y sólo él podrá saber lo que se gastó en los teléfonos públicos con sus llamadas internacionales. Y sólo P. podría contarnos lo agobiada que debió de sentirse aquellos meses de su vida. En cualquier caso, por la razón que fuera, M. resolvió viajar a Bélgica. No sé qué tenía que aclarar, saber o, más seguramente, terminar de destruir. Porque M. era incapaz de ver el final de las cosas: aparecían los títulos de crédito, se encendían las luces y él seguía comprando palomitas. Y me pidió que le acompañara, ofreciéndome el incentivo de hacer turismo por algunas ciudades a cambio de mis servicios como intérprete. M. tenía dinero de sobra y yo siempre andaba sin blanca. Acepté. Adquirimos dos billetes de interrail y con dieciocho años recién cumplidos cogimos el tren. Llevábamos las mochilas bien cargadas, un poco del inglés que después iría perdiendo y un librito con frases usuales en francés. M. no podía disimular sus nervios.

Primera parada, París. El trayecto hasta allí se me hizo largo. Me parece que estuvimos bastante tiempo parados en la frontera. En cuanto llegamos a París buscamos un hostal junto a la estación de Austerlitz y nos pusimos a visitar la ciudad. Hacía muy buen tiempo y los recuerdos son imprecisos, mezclándose con algunas otras visitas posteriores a la ciudad, como la que haríamos con ocasión de la boda de M. unos años después. [Dos parejas y un soltero que acudimos a Saint Germain en representación de los amigos de la patria para asegurarnos de que M. se casaba. Una escapada realmente divertida. Con M. tenía que ser así: la despedida acabaría siendo lo mejor]. Ya tan cerca de Bruselas, imagino que M. debería de estar enormemente impaciente por llegar cuanto antes allí. Sí, creo que nuestra segunda parada fue Bruselas.

Nos alojamos en un pequeño hostal que, si recordara su nombre, recomendaría. Limpio y agradable, éramos los únicos huéspedes. M. hacía sus llamadas a P. para concertar la cita, o algo así. Yo estaba al margen de la cuestión y muy en mi papel de lacayo, esperándole paciente junto a las cabinas en aquella época sin móviles. Tal vez sería el día siguiente a nuestra llegada a Bruselas cuando M. iba a ver al fin a P. Tendría que coger un tren hasta la localidad cercana donde P. vivía o estudiaba, que tampoco recuerdo. Aquel billete también debí de sacárselo yo. Marcharía por la mañana y volvería tarde. Supongo que le deseé suerte y le di un par de palmadas. Él me dio dinero para comer y lo que pudiera necesitar. El amo me había concedido el día libre.

Así pues, a patear Bruselas, Miguelino.

jueves, 19 de julio de 2007

El diván de los recuerdos. Los camaradas. El hijo del notario.

Mi amistad con L. no fue muy larga. Como todo es tan vago, no sé cómo surgían y desaparecían los lazos que establecíamos los compañeros del colegio, ni lo que duraban. Yo era un tipo ingenuo y muy formal, y L., un crápula. Quiero decir un tipo inteligente e instruido, pero un gamberro adulto, como si tuviera cuatro años más de malicia –que en aquellas edades nuestras eran muchos. Sin embargo me parece recordar en L. una actitud de respeto hacia mí. Creo que se explica porque aunque L. ya había empezado a deslizarse cuesta abajo, yo podía recordarle el punto inocente del que había partido y al que a veces quería regresar.

Lo que me interesa del recuerdo de L. es su casa. Vivía en un edificio de tres plantas en el centro, haciendo esquina frente al mercado, con un impresionante balcón acristalado y una cúpula también de cristal rematando la cubierta. No sé si la notaría estaba en una planta del edificio, yo sólo entré en la vivienda del segundo piso. Recuerdo de ella una habitación dedicada a biblioteca, con estanterías en todas las paredes, llenas de libros ordenados alfabéticamente. L. estaba muy orgulloso de enseñármela. Me pidió que le dijera el título de un libro para comprobar si lo tenían. Me pilló desprevenido y con pocas lecturas en el bolsillo, así que, aprovechando que aún no habían aparecido los peores síntomas de la miopía, pude ver disimuladamente el título del que me cayó más cerca, me alejé un poco como pensando, y se lo dije. L. buscó y lo encontró, enseñándomelo aún más orgulloso. L. dedujo que yo era un niño culto.

Creo que la madre de L. había fallecido. Desde luego no vivía allí. Quien sí estaba era su abuela, una mujer menuda que quizá sólo vi una vez. L. me dijo que su hermano mayor era anarquista y corría delante de los grises. Yo no sabía qué era un anarquista. Lo que sí supe después era que L. simpatizaba con la ultraderecha. También me pareció oír alguna vez algo sobre la delicada salud mental de su padre.

L. y su familia se marcharon de allí al cabo de unos años. Quizá tenían el inmueble alquilado. El edificio se rehabilitó después, conservando su majestuosa cúpula y su balconada en forma semicircular. Cuando paso por allí no puedo evitar pensar un instante en aquella familia que parecía un clan en desbandada. Va a ser que les faltaba una madre en su sano juicio.

No hay más. L. fracasó en sus estudios y acabó coincidiendo con M. en un colegio privado al que las familias acomodadas enviaban a los hijos problemáticos. M. me contó que había tenido algún enfrentamiento con él. La última vez que vi a L., hace unos veinte años, tenía el pelo corto y me dijo que estaba en la Legión.

Otro tipo con un montón de papeletas para la autodestrucción. Espero que las haya tirado todas a tiempo.

miércoles, 18 de julio de 2007

El diván de los recuerdos. Los camaradas. El hijo del tabernero.


Disfruto mirando al pasado desde el punto de la subida en el que me encuentro. Estoy abriendo un viejo álbum de fotografías que se va llenando. Hace un momento, aquí sentado en la falda de la montaña, rodeado de un cielo limpio, recordé a mi amigo M. y me reproché no haberlo hecho antes. Nuestra amistad duró muchos años. Parecíamos inseparables. Sin embargo...

Sin embargo nuestra amistad estaba construida, piedra a piedra, con cada una de nuestras frustraciones. El cemento que nos mantenía unidos estaba hecho con la materia de nuestros fracasos. Vaya pareja de perdedores. Una amistad destructiva. M. intentaba superar inútilmente sus complejos y su naturaleza obsesiva con un falso aire de superioridad que a menudo me irritaba. Yo reaccionaba lanzándole puyas, inmisericorde. Hubo buenos momentos claro, pero creo que ése es el escabroso balance final.

Había rivalidad. En muchos sentidos. M. también se enamoró de aquella canaria que llegó al colegio. Después lo haría con cada una de sus dos hermanas. Cuando aquella familia de hermosas mujeres volvió a Canarias, M. viajó hasta allí –¿quién dijo miedo?— y no pudo regresar más magullado. Al tiempo de aquel viaje no sé cuál era la hermana que perseguía inútilmente ni qué número hacía en su lista de desastres. Hablando de viajes, otro día tengo que recordar el que nos llevó al norte de Europa tras el rastro de una frágil joven belga. Además, M. tenía una prodigiosa imaginación y soñaba con ser un gran escritor de éxito. Me confiaba la corrección de sus escritos porque, como buen ambidextro, se le iba la pinza ortográfica más que a mí. Yo envidiaba su facilidad para inventar historias y su determinación para escribirlas, pero suponía que podría hacerlo mejor que él. Así que, aunque le animaba a seguir con su vocación, me ocupaba de comentar irónicamente sus tramas (Las Mocedades, llamábamos a mis hirientes acotaciones), donde venía a escupir mi resentimiento. Debo reconocer que M. nunca me lo reprochó, encajando estoicamente las pesadas bromas que le gastaba. No hay duda de que M. me apreciaba sinceramente.

Nuestro retrato se titulaba “Pareja de suicidas para un cuadro psicológico”. A ver quién es el guapo surrealista que lo pinta. Estaba claro que, o cambiábamos, o sólo podíamos seguir siendo amigos mientras no encontrásemos lo que nos faltaba, mientras siguiéramos fracasando. A medida que cada uno fue reconstruyendo su vida, nos distanciamos hasta acabar despidiéndonos.

Se marchó al extranjero, donde falló su matrimonio con una francesa. Ella era el perfecto símbolo de los deseos de M. de marcharse lejos, donde nadie le conociera. Su hijo mayor se parecía mucho a él. Como el mío a mí. Quién sabe si el azar podría presentarlos un día para entablar una amistad que nada tuviera que ver con la que arrastraron sus padres.

Tengo que reconocer que estoy siendo injusto con M. Le lanzo puyas como en los viejos tiempos y no tiene ningún sentido. Fueron años difíciles en los que, a la hora de la verdad, demostró valor y nobleza cuando más falta hacían. Yo, no.

Mis disculpas.

martes, 17 de julio de 2007

Recuerdos


Siempre me han faltado. Pronto descubrí que los periodoAñadir imagens de mi vida se iban desvaneciendo regularmente a mi espalda. Como si llevara arrastrando, a unos cinco años de distancia, una estera que fuera borrando mis huellas en la arena.

-¿Te acuerdas de mí? –Pues verás, me suenas muchísimo pero no sé de qué. –Pero hombre, si mi padre tenía un almacén cerca de tu casa y hemos jugado muchas veces en el parque. –Ah, sí, ¡el almacén de cal! ¿Eras tú...? –Claro.

¿De qué conozco a esa mujer? Viene de frente y va a saludarme. La facultad, creo...
–Hola, Miguel. ¿Cuánto tiempo? No has cambiado nada. Tal vez un poco más gordo.
(Creo que ya voy recordando, sí, puede ser). –Tú tampoco has cambiado (tal vez).

En el instituto apenas recordaba el colegio. En la facultad apenas recordaba el instituto. Después, los rostros de la facultad se fueron desdibujando. Siempre lo he sabido. Como a tantas otras cosas, nunca le presté atención. Cosa de los neurotransmisores, en mi caso titilantes como bombillas a punto de apagarse. Nada de qué preocuparse, al menos de momento. Pero ahora me intriga.

El otro día tuve que concentrarme en un recuerdo. Con esfuerzo, lo recuperé. Tal vez fue casualidad, pero ya no sé si es que la memoria sigue ahí, en un muy apartado plano, o si me borro tan inexorable y regularmente como intuyo, dejando sólo a salvo cuatro accidentes, milagrosamente conservados por haber sido rememorados en alguna ocasión que ya no recuerdo. Y me pregunto si la voluntad tiene algo que ver en esto. Empiezo a sospechar que sí y me preocupa.

Me perderé por un instante en mi infancia. Me veo enfadado corriendo tras mis amigos. Están haciendo pintadas en la pared de la iglesia junto a la que jugábamos. Dibujan corazones con tiza atravesados por una flecha. Ponen dos nombres: Miguel y Chiqui, la canaria que ha llegado este año al colegio. La magnitud de mi enfado sólo se explica por lo perdidamente atraído que me siento por ella. Sé que a ella le gusto, pero estoy completamente desorientado y sólo acierto (¿?) a abalanzarme sobre los que andan con la tiza para que no sigan pintando...

Y fin de la historia. Fuimos creciendo y perdiendo el contacto. Varios años después coincidimos en una acampada y se ofreció a arreglarme el pelo. Supongo que no se daría cuenta de lo absolutamente nervioso que estaba allí sentado, sintiéndola cerca mientras maniobraba con las tijeras. ¡Qué momento! Quizá de ahí me viene la incomodidad que siento en los sillones de las peluquerías. Pensándolo mejor, creo que ella sí sabía perfectamente lo que pasaba. Me llegaron noticias (que me resistía a aceptar) de que era una auténtica y peligrosísima femme fatale. Qué más da. Es ya sólo un recuerdo tan emocionante como frustrante que me ha dejado alguna secuela, como el leve dolor en una articulación tras un accidente, que esta vez no sobreviene con el frío, sino cuando tengo el pelo demasiado largo.

Menudo patán, Miguelino.

domingo, 15 de julio de 2007

Anónimos


Es innegable: la tecnología nos ofrece mejores vías de comunicación. Nos facilita información y contacto con millones de humanos a la vez. Un saludo llega hoy más lejos que nunca y da la vuelta al planeta en apenas un segundo.

A la hora de emplear los nuevos medios, frecuentemente nos escondemos detrás del anonimato. En algunas ocasiones es necesario y en otras muchas, aconsejable. Pero en muchos casos damos la sensación de depositar en la plaza pública simples anónimos –qué término más amenazante. En tales ocasiones, demostramos querer decir cosas tanto como cuidarnos de revelar quién las dice. Me pregunto por las causas que nos llevan a ocultarnos, por lo que obtenemos (o queremos obtener) con ello y lo que creemos que perderíamos de otro modo, o perderíamos realmente.

Tengo claro que la tecnología no ha creado ningún problema. Si realmente podemos llamar problema a nuestro generalizado afán de expresarnos sin identificarnos (suficientemente), la tecnología sólo lo habrá revelado de manera espectacular. Como creo en los –en general— benéficos efectos de la mera expresión de nuestras cuitas, la tecnología se limita a brindarnos unas posibilidades asombrosas, pero no nos obliga a ocultarnos. Si lo hacemos, es cosa nuestra y aquí quería llegar: a qué nos empuja a ser anónimos, a qué hay en la naturaleza humana o en la sociedad en que vivimos que nos previene de anunciarnos.

No he pensado lo bastante en ello, pero la respuesta que se me ocurre no me tranquiliza. Parecería tratarse del abismo que separa lo que diríamos de lo que nos atrevemos a decir, o, mucho peor aún, lo que somos de lo que querríamos ser. Si fuera así, el anonimato nos ofrecería una vía de escape al agobiante confinamiento que nos imponen nuestros deberes sociales o el pudor o la timidez. Sería la natural forma de sobrellevar un problema que, si es tal y tiene solución, sólo podría empezar a resolverse precisamente rompiendo el anonimato.

También lo veo como la censura y limitación que los humanos solemos imponer a nuestras naturales necesidades de comunicación. Desconfiamos tanto de nuestros congéneres que preferimos mantenernos a cubierto en la oscuridad, por si las cosas se ponen feas. Vuelven a ser los temores y las debilidades los que nos marcan el paso.

O podría ser parte de un juego, un baile de disfraces hechos a mano por cada cual. Una divertida mascarada que nos proporciona la alegre libertad del carnaval.

O será que llevamos máscara incluso cuando no la tenemos puesta.

Cualquier día debería presentarme. Ensayaré quitándome una minúscula pieza del disfraz. A ver, que no se vea. Soy Michele. Miguel para los que lo conocen de veras.

viernes, 13 de julio de 2007

Lo fácil y lo difícil (o la extraña economía de la conducta humana)




No me refiero al actual debate sobre la conveniencia de fomentar el llamado valor del esfuerzo. Hablo del extraño cálculo de costes que los humanos hacemos a diario. Extraño, por no decir ruinoso. Hablo de hacer difícil lo fácil, incómodo lo que podría ser benéfico, doloroso lo que debería aliviarnos, y todo sin contrapartida apreciable. Pienso en la tendencia que nos arrastra a embarcarnos en negocios ruinosos que necesariamente debiéramos saber que lo son.

Si nos paramos un instante, salimos del torrente de nuestros quehaceres y abrimos los ojos para explorar detenidamente el entorno, encontraremos demasiados ejemplos de lo que hablo. Desde gigantescos hasta simples pequeñeces, en todas las escalas imaginables.

Aunque nuestros hijos pequeños son fuente inagotable de ternura y cariño, con qué irrefrenable frecuencia reaccionamos irritada y desproporcionadamente ante cualquier contratiempo. La ira –en ese caso y en cualquier otro—, qué mal negocio.

La privadísima relación afectiva entre dos personas puede convertirse, según su sexo, en cuestión social, asunto de estado. Lo bueno se hace malo; el bienestar, tormento. El prejuicio moral, qué mal negocio.

El humano busca reconocimiento. Si es adolescente o joven, más aún porque se está haciendo. Los que aceleran con su ruidosa moto o invitan a los demás, bajando la ventanilla, al concierto ensordecedor que se celebra en el interior de sus coches, buscan reconocimiento. A cambio, los demás pensamos que son gilipollas. La sordera, qué mal negocio.

Derrochamos tiempo y energía con el único propósito aparente de hacer peor la vida de los demás, que al final es la nuestra. Sin embargo, cada vez veo más claro lo fácil que sería hacerlo bien. Sigo confiando (moderadamente) en el progreso de los humanos. La Historia parece decirnos que sí, que algo hay de ese lento cambio. Pero miro alrededor (y dentro de mí) y, francamente, desespero.

miércoles, 11 de julio de 2007

Náufragos



Casi todos hemos oído alguna vez una historia parecida. Me refiero al caso de A. Sufrió un duro golpe cuando B. rompió aquella larguísima relación que mantenían. A., ingenuo conmovedor, tenía incluso planes de boda, pero, galante, no quería apremiarla. Ahora pensamos que debió hacerlo para acabar cuanto antes.

Es una historia marinera. A. naufragó y quedó balanceándose, como muerto, en un mar que parecía tranquilo. Hasta que se cruzó una tabla que podía incluso proceder de su propio naufragio. A. no la vio hasta que casi golpeó su cara. Entonces reunió las fuerzas que le quedaban, se agarró a la tabla y le propuso matrimonio.

Y allí estábamos, en la boda de A. y C., comentando los conocidos cómo A. se habría casado con cualquier tabla que pasara a su lado en aquel doloroso momento de naufragio. Allí seguíamos, deseándole suerte al amigo porque sabemos que si las relaciones humanas son azarosas, las que construyen los náufragos mientras flotan son temerarias. La compensación (otra más de la vida) es que el triunfo de una relación nacida a la desesperada, si llega, es el más sonado. Buona sorte, A., la mereces.


sábado, 7 de julio de 2007

¡Extra! ¡Extra! ¡Se sabe el periódico que compraba el juez!



Se ha iniciado un procedimiento penal contra un juez de Marbella por posibles delitos cometidos en el ejercicio de su cargo. ¿Quién es este juez? ¿Sabe alguien algo de él? Venga, periodistas, a ganarse el pan.

“Solía presumir” de ser “hijo de un conocido magistrado de la Audiencia provincial de Alicante. Igualmente, nunca ocultaba su condición de juez progresista y de izquierdas”. “La rutina diaria” del juez “se rompía a media mañana cuando salía en busca del kiosco para comprar su periódico favorito, el diario EL PAÍS: "Siempre compraba el mismo diario desde que empezó a ejercer aquí como juez". De hecho, Urquía tenía reservado su ejemplar como fiel lector, tal y como recuerdan otros clientes del establecimiento”.
EL MUNDO. Viernes, 6 de julio de 2007.

Acabóse, no necesitamos saber más. A lo sumo, qué habría sucedido si el juez no hubiera ocultado su condición de juez conservador y de derechas, y hubiera preferido leer EL MUNDO. Se me ocurre una respuesta: la verdadera noticia no cambiaría, pero sería a la redacción de EL PAÍS a la que le parecería interesante qué periódico compraba el juez y hacia dónde se inclinaba políticamente.

La guerra de medios es de trincheras y no me interesa. Como no me interesa qué periódico compra habitualmente cada cuál. Sólo me interesa cómo lo lee.

martes, 3 de julio de 2007

Es la guerra


La guerra. La grande, la fría, la santa, la segunda y mundial, la de los treinta años, o cien, o seis días, la de la independencia, quiero decir, de las muchas independencias, de los boers, del opio, de secesión, de sucesión, médicas, púnicas, del peloponeso, de las galias, de cuba, de vietnam, de las malvinas, de los balcanes, del golfo, ruso-japonesa, hispano-portuguesa (¿alguien puede creerlo?), greco-turca, turco-italiana, etíope-somalí (como para permitírselo), irano-iraquí, de iraq (y dale), carlista(s), civil(es)... Las minúsculas son a propósito.

La guerra es un disparate con el que a veces es inevitable tropezarse. Lo imperdonable es lanzarse a ella. He dicho.