Fotografía de Don McCullin - ‘Snowy, Cambridge, early 1970s’

miércoles, 28 de mayo de 2008

Cuéntame

Se acercaba el momento. Había cierta sensación de desánimo en los días previos que se iba tornando lentamente en disimulada ilusión al acercarse la cita. Entonces nos colocábamos los seis en el cuarto de estar, verdaderamente pequeño antes de que se tirara el tabique y aquello esponjara. Los pequeños en la alfombra. La dichosa presentación del jurado previa al comienzo del concurso. Por fin conectan. ¿Cuándo nos toca? Ah, bueno, hasta entonces no hay que prestar demasiada atención. Trasiego de personas entrando y saliendo y siempre alguno de guardia. ¡Ya nos toca! Carreras. ¡Ssshhhh! Silencio. (Y hasta embobamiento: soy un niño perdidamente enamorado de Estibáliz, incluso disfrazada de Pocahontas). Y vuelta al trasiego hasta las votaciones, ese bingo sin cartones que es lo mejor de la noche. Pasa el tiempo y ni nos mencionan. Por fin sí. ¿Cuánto “puan” ha dicho? Y luego lo de siempre. ¿Qué podemos esperar de la pérfida Albión? Con lo que admiro a esos estirados habitantes del Norte. ¡Gibraltar español! Y ahora los arrogantes franceses..., tengo tiempo de ir a comerme unas galletas. ¡Portugal, no me falles! ¡Este año ni los italianos, porca miseria! Los suecos nos dan tres puntos, ¡qué sorpresa! Menos mal que vienen los irlandeses, como son católicos como nosotros... Y Uribarri echando leña al fuego, diciendo en voz alta lo que ya sabemos, o tal vez lo que pensamos simplemente porque Uribarri lo repite todos los años, incansable.

Quedan pocas votaciones pendientes y la derrota ya es segura. O no y el final es de infarto. Me parece seguir viendo el imposible peinado de Betty Misiego y recordar cómo dimos el triunfo a Israel en nuestra votación, que fue la última. Qué honestos y qué quijotes, mecagüenlamarserena.

Y mi padre consolándose, como tantos otros: organizar el evento es carísimo, así que mejor perder y no tener que hacerlo.

Y a la cama, que ya es tarde.

De la Eurovisión en los 70’ guardo un recuerdo confuso, extrañamente mezclado con la imagen de Mariano Haro atravesando en segunda posición la meta de algún campeonato de cross. Cachis.



Escenas de una sociedad gris, acomplejada e insegura. Infantil. Incomparablemente peor.

Ya me salió el optimismo histórico. Espero que no se deba sólo a que llevo años sin ver el concurso.

jueves, 8 de mayo de 2008

Toy Story

El mundo es un inmenso laboratorio. Los experimentos se suceden y los resultados, de mejor o peor manera, se van conociendo, pero la humanidad tiene gravísimas dificultades para interpretarlos.

Un ejemplo. La química-política lleva siglos comprobando que “cualquier dosis de civilización sumergida en no importa qué dosis de barbarie genera grumos pestilentes”. Más sorprendente aún es que ha podido calcularse que la pestilencia es directamente proporcional al cuadrado de la barbarie. En la historia de la química-política se han conocido varios laboratorios literalmente sepultados bajo toneladas de grumos. Con los años muchos de ellos han quedado con forma de suave colina, recubiertos por una fina capa vegetal. A veces se sabe lo que fueron y a veces ni eso.

Pensé (una vez más) en la toxicidad de la barbarie al leer este artículo sobre Nick Broomfield.

"Que en una situación de guerra es imposible avanzar en las relaciones humanas. Y que en una guerra, en cualquier guerra, es inevitable que se produzcan atrocidades contra civiles. Sabiendo esto, los arquitectos de la guerra de Irak -Bush, Rumsfeld, Cheney, Blair y compañía- deberían ser procesados por crímenes de guerra, del mismo modo que lo están siendo hoy, ante un tribunal militar estadounidense, marines de 17 años acusados de participar en las matanzas de Hadiza. Me parece grotesco que un presidente que ha legitimado la tortura evada la justicia y pase plácidamente al retiro, mientras que los chicos soldados bajo su mando acaben en la cárcel tachados de asesinos".

¿Dónde está el disparate?

Hadiza, My Lai o cualquier otra atrocidad sin apellidos cometida en nombre de la civilización nos enseña que puede jugarse a la química-política sólo si se hace con Quimicefa, o a los soldaditos sólo si son de plomo. Y que si nos sobreviene el ardor guerrero, haremos bien en seguir el ejemplo de Andy y limitarnos a enfrentar sin piedad a Woody y a Buzz. Hasta el infinito y más allá.

No se nota y tal vez sea mejor así pero, sin que sirva de precedente, estoy hablando a voces.

martes, 6 de mayo de 2008

"La decisión de Sophie" (Sophie's Choice) (1982)

Anteayer la volví a ver. Otra más, y espero que sea la última, de ese dichoso catálogo que llevo un tiempo recopilando. El de “las películas que vi demasiadas veces seguidas”, en una escala que va desde el dos hasta el malditaseaprefieronosabercuántas. Mi (interminable) adolescencia y el cine: menudo festival.

No me detengo en la ficha técnica ni en la obra en que está basada. Están a mano, no quiero parecer resabiado –que simplemente corta y pega— y además no me interesa. Sólo quiero indagar en lo que era cuando me sumergía en la historia proyectada en el viejo teatro, en el impacto que me obligaba a volver. Como siempre, sólo me interesa mi pasado, ese antecedente tan misterioso para un tipo tan desmemoriado.

Empecé a verla y fui cayendo en la cuenta y en el aburrimiento. Me parecía saber qué podía estar viendo hace veinticinco años y estuve a punto de levantarme mucho antes del final. Hasta que se desencadenó el verdadero drama de la historia y comprendí que también entonces me impresionara. Son los breves recuerdos de la Polonia ocupada plasmados en las mejores escenas de la película. Los recuerdos de una víctima que no debía serlo: no una semivíctima, sino una por partida doble. Del enfermizo ambiente familiar al mortalmente envenenado aire del campo de concentración.




Derretido no. Esta vez sólo encogido.