Las Olimpiadas me cautivan. No solamente las competidoras. El “homo ludens” que intento cultivar se me desparrama en estas fechas. Pero vivo en permanente contradicción: incluso sin considerar el odioso Partido organizador de estos últimos Juegos, hay muchos elementos de la gran ceremonia olímpica que hieren mis sentimientos. Los himnos, por ejemplo. No hay recompensa sin tachunda-tachunda. ¡Y qué tachundas, la Virgen! No lo digo por las notas, sino por las letras.
La Red nos permite conocer en un instante lo que dicen las cancioncillas patrias. Traduce símbolos que llevamos años percibiendo sin alcanzar su significado. Desde luego no reniego del conocimiento, pero enfrentado a las traducciones casi desearía no haberlas conocido.
“¡Si nos unimos como hermanos, derrotaremos al enemigo del pueblo!” Lo decía ese himno de la absorbida República Democrática Alemana. Me abstengo de recordar qué enemigos han tenido los pueblos (que no sé qué son) a lo largo de la Historia, cuán delirante ha sido su arbitraria selección y qué terrible destino han tenido los desdichados.
La China de hoy tiene naturales afinidades con aquella Alemania Oriental de ayer. “Con nuestra carne y sangre, alcemos una nueva Gran Muralla. (...) ¡Desafiando el fuego enemigo, marchemos!”. Eso es: alambradas, barreras, límites, fosos, y nada de elementos convencionales de construcción, no, no, sino carne y sangre, mucho mejor. Soberbia estupidez.
En estos ejemplos no cabe Dios. Es lo único bueno que tienen. Pero Él está presente en otros muchos.
“Eres única, eres inimitable, Protegida por Dios, tierra nativa”. Ahí está la nueva Rusia, ortodoxa y sí, inimitable.
“Siempre fue nuestro lema: ¡En Dios confiamos!”. América, América, si en Dios confiamos..., mal empezamos, no digo más.
Menos mal que nos queda la Europa Occidental. Estamos a salvo, o no.
“¿No oís bramar por las campiñas
A esos feroces soldados?
Pues vienen a degollar
A nuestros hijos y a nuestras esposas
¡A las armas, ciudadanos!
¡Formad vuestros batallones!
Marchemos, marchemos,
Que una sangre impura
Empape nuestros surcos”.
¿No es emocionante La Marsellesa? ¿No debería imponerse a los niños su aprendizaje obligatorio? Pues así es. Creo que el contexto histórico en el que se compuso ese poema disparatado y sanguinolento no justifica que siga siendo un símbolo obligatorio de la Francia de hoy. Otra notable estupidez firmemente consolidada por la tradición, es decir, porque sí.
“Juncos doblados son las espadas vendidas;
Ya el águila de Austria
Las plumas perdió;
La sangre de Italia,
La sangre polaca
Bebió con el cosaco,
Pero el corazón le quemaron.
Estrechémonos en cohorte,
Preparados para la muerte;
Italia llamó”.
Scusi? Que sí, que hubo un violento momento histórico que lo explica, ¿y qué? ¿Nos seguimos estrechando en cohorte? El roce hace el cariño, cierto.
No quiero seguir. Las Olimpiadas me cautivan y reúnen a los mejores atletas del mundo, pero los himnos contienen las voces de algunos de los mayores estúpidos del mundo.
No apreciamos debidamente lo bien que se vive sin letra. ¡Tachán!