Fotografía de Don McCullin - ‘Snowy, Cambridge, early 1970s’

viernes, 31 de agosto de 2007

Algo en común (Garden State)

Ya prácticamente se acabó el verano. Nos lo advierte la proliferación de anuncios de coleccionables. Muy pronto no quedará espacio en los quioscos ni apenas tiempo para el blog.

Pero aún tengo un momento para recomendar una agradable película. Hace poco leí una reseña en una atrasadísima revista de cine que despertó mi curiosidad. Zach Braff (a quien no conocía) se inventa una historia simple y amable, y consigue hacerse con los servicios de Natalie Portman para rodarla. Un tipo afortunado. La vuelta a la ciudad para reencontrarse con antiguos compañeros del instituto me recordó a “Beautiful Girls” (mejor película, o así la recuerdo), también con una deslumbrante Natalie todavía niña. Hablando de "Beautiful Girls"...



(En el diálogo final entre el amigo y el personaje de Portman, después de despedirse del protagonista, se dicen algo así –puedo asegurarlo porque lo he oído en una versión doblada—:
-Así que tú eres la lolita del vecindario.
-Y tú el alcohólico colega del instituto con mierda en el cerebro).

Ya me he ido a otra parte. Volviendo adonde estaba, “Algo en común” no tiene pretensiones ni es completamente original, pero se aparta de las producciones habituales y por ello se agradece. Una sugerencia, si se me permite.



Retorno a Brideshead. El segundo retorno


Engullí de nuevo la serie casi de un tirón. El empacho me ha provocado una mezcla de placer y decepción. Empezaré por la segunda. Quizá vi la serie por primera vez cuando aún la religión no me indignaba. Como ahora ya sí, su presencia en la historia se me hace ligeramente insoportable. Parece que si la religión marca a quien la profesa, a los fieles en minoría –como los católicos en Gran Bretaña— les confiere una obsesiva conciencia de singularidad que les obliga a dejar constancia de su condición en casi todo lo que hacen o escriben. Parece sucederle a Evelyn Waugh. El caso es que la religión sobrevuela constantemente la historia y lo hace para angustiar a Sebastian, para convertir a su madre en un fantasma sumamente destructivo, transformar a Cordelia en una insoportable beata –con lo encantadora que era de pequeña—, hacer de Brady un insoportable pasmarote, asfixiar los últimos momentos de la vida del viejo lord y destruir gratuitamente el amor de Charles y Julia, el único miembro de la familia que parecía salvarse (pero no) de la irrealidad mística-tradicional en la que vivían. Un trabajo completo. Al fin y al cabo, la religión católica -no creo que sea la única capaz, claro- puede ser una máquina perfecta para destruir humanos y las pasiones que los impulsan, todo ello en nombre de un espíritu soñado que siempre parece envidioso de la felicidad de los mortales. Delirante.

Hay otro aspecto que también me ha decepcionado. Es la complacencia con la que se describe el modo de vida de la alta sociedad y de la nobleza rústica. En algún momento uno teme que el autor, embriagado por los aromas de la campiña, se anime a brindar por el feudalismo. No obstante, puede verse como un mero escenario y reconocer que en ocasiones, visto en la distancia, es incluso bello.

Y el placer. A veces lo he saboreado, como en los primeros momentos de amistad de Charles y Sebastian, en la intermitente y breve presencia del inverosímil padre de Charles o en la travesía en barco que supuso el reencuentro con Julia. En mitad de la borrasca sobre el océano me derretí de gusto en un instante, caí al suelo en forma de charco y dejé que pasara algún tiempo antes de recogerme con la fregona.

Julia dijo que eran huérfanos de la tormenta. Algunos años después acabarían siendo víctimas de la eucaristía y la penitencia. Vaya un desastre.

jueves, 30 de agosto de 2007

Unos pocos hilos


A veces me animo a poner por escrito alguna reflexión sobre la condición humana. Son pequeños apuntes sobre algo que de pronto me ha rondado la cabeza sin saber muy bien cómo. Es probable que sólo recuerde lo que alguna vez oí o leí. En cualquier caso son simples intuiciones que no he madurado suficientemente y que plasmo a vuela pluma, pero que quiero dejar anotadas antes de que me olvide de ellas, como los sueños que a veces sólo retenemos unos instantes al despertar. Tal vez más adelante vuelva sobre la idea para profundizar en ella, confirmarla o desecharla como un equivocación. Ya veremos qué me enseña la experiencia.

Aclarado por qué a veces me pongo serio y lo poco que pretendo con ello, últimamente tengo la impresión de que las cosas son más simples de lo que creía. Ya lo he dicho en alguna otra parte. Y lo que me parece ahora más simple es la propia condición humana. Me da en la nariz que todos estamos hechos de unos pocos hilos en cierta forma comunes. No me atrevería a dar un número, pero con ciertas variaciones en longitud, grosor y color, diría que con tres o cuatro hilos podría tejerse cualquier humano. Percibo que tenemos necesidades muy similares y que nuestras vidas no son más que un intento más o menos infructuoso de satisfacerlas. El azar biológico y vital hace que en cada individuo el tejido sea distinto, aparentemente muy distinto. Pero si prestamos atención al detalle, si seguimos el rastro de los hilos veremos los mismos tres o cuatro que todos tenemos. Podremos ver miedos, deseos, frustraciones y satisfacciones similares y millones de veces repetidos en el tiempo y el espacio, aunque en diferente medida o mezclados en diferentes formas.

Por eso empiezo a sospechar que no hay personas complicadas. Es sólo que tienen los hilos muy enmarañados. Pero como no hay nudo que no pueda deshacerse, con paciencia podemos deshilar el tejido para hallar lo de siempre, lo que todos.

La búsqueda de felicidad y afecto es una de las pocas hebras, tal vez sobre la que giran las demás. Debería fijarme más en el diseño del tejido y en las otras fibras que se emplean en él. De momento me quedo con la necesidad de simplificar, simplificar, simplificar y simplificar. Sólo así se empiezan a resolver las ecuaciones humanas.


miércoles, 29 de agosto de 2007

Relaciones paterno-filiales

Han sido muy estudiadas y hay modelos, sugerencias, guías, instrucciones y buenos consejos. Más allá de todo eso, he tenido el gusto de conocer al mejor padre para un veinteañero. Realmente parece sencillo. Tomo nota, Sir Gielguld.



No veo inconveniente en aplicar la técnica a menores de diez años. Veamos. “Niños, ¿os importaría ir el próximo verano a un campamento de tres meses en los Urales? He oído hablar maravillas de la caza del alce con flechas y de bucólicas marchas de cinco días. Por no hablar de la simpatía eslava. No, no, no, no digáis nada. Admiro vuestro espíritu aventurero. No sabéis cómo voy a echaros de menos”.

Qué gozada.

martes, 28 de agosto de 2007

Reencuentro (The Big Chill)

Fue en aquel cine que era un viejo teatro, luego restaurado. Uno de los pocos cines de mi juventud que aún subsisten, aunque ya sólo con escenario y sin pantalla. Está en la lista de películas que vi más de una vez en el mismo cine; concretamente pertenece al grupo de dos proyecciones. Me sedujo la historia de viejos amigos que se reúnen con ocasión del suicidio de uno de ellos.

La volví a ver hace poco tiempo y me pregunté qué había visto yo en aquella película la primera vez (aquellas dos primeras veces). Creo que está relacionado con mis andares. Tenía entonces –también en alguna medida ahora— dificultades para caminar por las aceras y tendencia a marchar por fuera del bordillo, a trompicones entre los coches aparcados, guardando las distancias con los humanos. De manera que, salvo en el tortuoso caso de M., los conocidos sólo podían ser simples conocidos. Por ello, después de idealizar aquellos personajes de la película, quizá viera en ellos a los buenos amigos que lamentaba no haber tenido realmente nunca. Para mí no era un “reencuentro”, sino la “añoranza de un reencuentro”.

Pasado el tiempo, no es más que una entretenida historia interpretada por jóvenes actores al comienzo de sus carreras. William Hurt, Kevin Kline, Tom Berenger, Glenn Close, Jeff Goldblum. Un pequeño relato de frustraciones, fracasos y reproches con final feliz. Eso es todo.

lunes, 27 de agosto de 2007

Les Luthiers

Mi primer contacto con el grupo fue a través de una cinta de cassette en el pequeño piso en el que vivía mi hermana A. con F. Recuerdo haberme divertido escuchando las “Cartas de color”: las aventuras de Yugurtu Ngué, quien tuvo que huir precipitadamente de la aldea por culpa de la escasez de rinocerontes.

Después perdí su pista durante muchos años hasta que los reencontré casualmente. Son una mezcla deliciosa de música y humor sumamente recomendable. Y un prodigio de longevidad sobre el escenario. No me explico cómo han podido soportarse durante tantos –casi cuarenta— años.

Daniel Rabinovich (un pequeño Groucho), Marcos Mundstock (la inconfundible voz del narrador), Carlos Núñez Cortés (concertista de piano y “loco” rey de las muecas), Carlos López Puccio (músico que parece un músico) y Jorge Maronna (guitarrista). Ernesto Acher estuvo un tiempo con ellos.

No voy a contar lo que cualquiera puede consultar por su cuenta. Sólo pondré un ejemplo de lo que es capaz Johann Sebastian Mastropiero, ese imaginario compositor que “cuando su familia le pidió que eligiera entre ella o la música, eligió la música..., para desgracia de ambas”.

Sueño de tormenta




Me he acostado pronto, poco después que los niños, y enseguida me he quedado dormido. M. lo ha hecho más tarde, me ha dado un beso y, sin querer ni darse cuenta, me ha despertado. No sé qué hora es pero el silencio es total. He dormido muchas veces en esta habitación y nunca había pensado en lo silenciosa que es. En mitad de la ciudad y ni el menor sonido. Si estuviéramos en ferias llegaría claro el eco del concierto en la plaza, pero aún quedan algunas semanas hasta que la ciudad se llene a rebosar y para entonces es casi seguro que no vengamos. De pronto oigo un trueno. No parece muy lejano. Al poco otro y comienza el repiqueteo de la lluvia contra la persiana que al rato se detiene. Creo que ha sido una falsa alarma. Ruge otro trueno para desmentirlo. Lo he podido oír perfectamente, desde el principio hasta el final, y me parece que ha durado quince segundos al menos. Por primera vez voy a concentrarme sólo en el sonido de un trueno. Voy a esperar al siguiente, en completa oscuridad y con los ojos cerrados. No tarda. Comienza con un leve chisporroteo y va ganando en intensidad hasta parecer una explosión que se va apagando lentamente. La tremenda fuerza de la naturaleza me acaricia los oídos, no los sobresalta. La lluvia arrecia y prosigue el concierto de estruendos. Me imagino en una pequeña choza en mitad de la nada y me quedo plácidamente dormido de nuevo.

Vuelvo a despertarme. Todo sigue a oscuras y la lluvia ha cesado. No sé qué hora es ni voy a averiguarlo. He soñado con M. Estábamos en un ascensor. Me cuesta volver a dormirme. Desde hace unos meses ya no duermo como antes. No sé si es otro síntoma.

-¿Oíste la tormenta esta noche? He pasado miedo.
-Sí la oí. Me despertaste al darme el beso.
-Si lo llego a saber me acurruco en tu cama.
-Soñé contigo.
-¿Y cómo era el sueño?
-Como los que te gusta que sueñe.

jueves, 23 de agosto de 2007

Cuaderno de viaje. Los árboles

El bosque queda a unos trescientos metros de la casa. Eucaliptos, robles, pinos y unos pocos castaños. No puedo dejar de ver a los árboles como viejos parientes arraigados con nosotros en el mismo remoto y pequeño lugar del espacio. Procedemos del mismo lugar y sólo en algún momento de nuestro pasado común tomamos caminos diferentes. Creo que su biología contiene muchos aspectos aún desconocidos. Nos equivocamos si pensamos que son seres simples.

Siento debilidad por el castaño. En el bosque, junto al camino que lo atraviesa, hay algunos ejemplares de porte considerable, con su copa redondeada y grandes ramas que se curvan hasta casi tocar el suelo. Me he tumbado bajo uno de ellos. El mar está cerca y puede oírse. El viento que allí siempre sopla mueve las hojas y las ramas, produciendo ese murmullo que acuna. Me gusta ver el inútil esfuerzo de la luz del sol por penetrar en la maraña de hojas. No quiero cerrar los ojos pero no puedo mantenerlos abiertos. El mar, el viento y las hojas, y nada más. Sí, algún pájaro.
Ya no sé dónde estoy.
Ya no soy yo.
Ya me he dormido.



Ahora que me despierto, reconozco que tal vez he metido algún no-castaño. Una castaña.

miércoles, 22 de agosto de 2007

Собака

He vuelto a ver “Ojos Negros” de Nikita Mikhalkov. Sigue tan deliciosa como siempre. Ha sido grato reencontrarme con el personaje de Romano, el protagonista interpretado por Mastroianni. Un niño grande que acaba traicionando con inconsciente crueldad el amor de la desdichada Anna y sus propios sentimientos. También ha sido doloroso reencontrarme con la inocencia de la atormentada rusa.

Hay una escena que define muy bien a los dos personajes. Es su primer encuentro en el balneario. Romano acaba de despedir a unos amigos –en realidad a una amiga y a su marido— que han pasado por allí a saludarle. Antes, en el desayuno, bromeando con su amiga y cuando llegaba el marido de ésta, ha fingido tener dolores en las piernas y dificultades para caminar. Son los que justificarían una estancia en el balneario que en realidad no tiene explicación. Anna, que aún no ha intercambiado ninguna palabra con Romano y desayuna en una mesa cercana, lo ha visto marcharse renqueante y apoyado en sus amigos. Por eso cuando Romano despide a éstos y se queda solo en el jardín, Anna, que está cerca paseando a su perrillo, le ofrece su ayuda para caminar. Y comienza su historia. Los protagonistas quedan retratados desde el primer momento: Romano es mentiroso y juguetón como un chiquillo, y Anna, para su perdición, generosa y confiada.

El sonido va algo adelantado y hay una molesta marca de agua del editor de video no registrado con el que he extraído el corte. Todo muy profesional. Pero ahí va.



Me he informado en un diccionario on-line que en ruso “perro” se dice “coбака”. Desconozco su fonética pero podría tratarse de la palabra milagrosa de la escena. De momento la daré por buena. Y la probaré. Coбака! Coбака! Coбака! Coбака! Coбака! Coбака!

Me siento mucho mejor.

martes, 21 de agosto de 2007

Retorno a Brideshead

No sólo han sido algunas películas y algunos libros. También algunas series de televisión me han marcado. Nunca sabré exactamente hasta qué punto.

“Retorno a Brideshead” fue una de ellas. Basada en una novela de Evelyn Waugh, la historia se construye a partir de los recuerdos de Charles Ryder (personaje interpretado por un casi imberbe Jeremy Irons), al reencontrarse con la mansión de la familia de su amigo Sebastian. El argumento se resume en un descompensado y ambiguo triángulo compuesto por Charles, Sebastian y la hermana de éste, Julia.



Estos británicos han sabido hacer verdaderas joyas. Guión, interpretación, realización, música, escenografía: todo en su punto. Lo tengo decidido: voy a volver a Brideshead.

lunes, 20 de agosto de 2007

El diván de los recuerdos. Los concursos


Hubo una época en mi vida de estudiante en que nos apuntaban a todos los concursos de redacción. Entre los fracasos, destaco orgulloso la vez en que conseguí un pequeño lote de libros. En aquella ocasión formaba parte del jurado -toda una casualidad sin la menor importancia- mi sofisticada tía L., una prima carnal de mi madre que escribía cuentos para niños y algunas otras cosas. Del día en que me entregaron aquel premio en un salón de actos con muy pocas personas, recuerdo dos detalles: la vergüenza que sentí al notar el peso de las miradas y la presencia de C., aquella compañera del colegio a la que durante un tiempo estúpidamente hice su vida imposible. Esto me hace pensar en la macanuda suerte la de las personas que, al repasar su vida, aseguran que volverían a hacer las mismas cosas que hicieron. Yo no pararía de cambiarlas.

Pero lo que me divierte realmente es recordar el concurso de poesía que organizó el ayuntamiento entre los escolares del último curso de E.G.B. Doña Ernestina debía de tener depositadas algunas esperanzas en mí. Unas semanas antes había redactado un poemita sobre Don Quijote que le había gustado mucho. Pero cuando llegó el momento de ponerse a confeccionar el poema que cada cual mandaría al concurso, las cosas empezaron a torcerse. En casa había un libro titulado “Las mil peores poesías de la lengua castellana”, de Jorge Llopis. Era un repaso a la poesía en castellano a lo largo de la historia, parodiándola mediante disparatados poemas que, conservando el estilo de cada momento, el autor componía llenos de humor. Me divertía mucho aquel libro. Y siendo yo una persona sumamente influenciable –con irrefrenable tendencia al plagio, dicho de otro modo—, me puse a redactar un poema desenfadado que imitaba descaradamente el estilo de alguno del libro. Los recuerdos no son claros y sólo puedo asegurar que en mi poemita se hablaba de un bocadillo de tocino y de una mancha de grasa en un pantalón. Adónde me llevaba aquello, no sé, pero en algún momento debió de parecerme gracioso y tal vez lo fuera, o tal vez no. Lo importante es que lo llevé al colegio y doña Ernestina me pidió que lo leyera en voz alta a la clase. Seguro que yo no contaba con ello y al verme forzado a hacer pública aquella tontería en verso súbitamente tuve claro que el poema era un error. Me puse en pie lentamente, convencido de que la maestra iba a llevarse una desagradable sorpresa y de que aquello no tenía ninguna gracia ni remedio. Aún veo la sonrisa de doña Ernestina mientras regaba las plantas colocadas bajo las ventanas y esperaba que saliera de mi boca algo serio y lírico. Me armé de valor y, perdida por completo la confianza en mi obrita, la leí a toda prisa deseando que no se entendiera. Fue inútil. Doña Ernestina debió de oírla perfectamente porque en ningún momento me pidió que la repitiera o que la leyera más despacio. Al final sólo me dijo que me sentara. Otro momento de bochorno en mi inventario vital.

La historia tuvo un final relativamente feliz. El premio lo ganó otro de la clase, T., con un poema también de humor. Contra pronóstico, ganó algo que tampoco iba en serio. Cuando lo leí, después de la noticia del premio, respiré aliviado. A lo mejor mi broma había gustado también y a lo mejor doña Ernestina comprendió entonces que no iba tan desencaminado.

A propósito de T. Un tipo algo contrahecho que corría torpemente y que ahora mismo puedo verlo haciendo lo que a mí me rompería: sentarse en la típica postura de yogui, con las piernas dobladas y cada pie en el muslo de la contraria, para después columpiar el tronco y las piernas con sólo las manos sobre el suelo. Un artista. Esto me recuerda al circo, pero ésa es otra historia.

domingo, 19 de agosto de 2007

Polvo de estrellas

El trabajo nos cansa. Por regla general, tarde o temprano deseamos perderlo de vista. Aunque hay ciertas profesiones que uno sólo puede imaginar desempeñadas por entusiastas. La de locutor de radio, por ejemplo. Presumimos que quien se pone a darle al pico ante el micrófono de una emisora disfruta con su trabajo. Le gusta hablar o le gusta oírse hablar, o ambas cosas y es el colmo. Yo pensaba que así era hasta que me topé con aquel programa de radio de Carlos Pumares sobre cine: “Polvo de estrellas”. Era en la madrugada y cuando yo –casi no puedo creerlo— oía la radio de madrugada. Comprendí entonces que también un locutor puede estar hasta el gorro de serlo. O era así o Pumares había creado un personaje verdaderamente bien interpretado: el de un locutor al que le reventaba tener que enfrentarse a las tonterías de los oyentes que entraban en antena, y que no tenía reparo en manifestarlo. Qué valor el de aquellos oyentes. Empiezo a sospechar que eran de pega, como los participantes en los concursos de televisión local –o nacional- , ésos que emiten a horas intempestivas de la (¡también!) madrugada para que te gastes el dinerito en llamadas telefónicas. En algún lugar leí que la mayor parte de las llamadas las realizaban empleados del programa, haciéndose pasar por imbéciles incapaces de resolver una sopa de letras apta para segundo de infantil, a fin de que los incautos –al grito de ¡yo me lo sé!— marcaran el lucrativo número telefónico.

¡¡¡¡Obra maestra!!!! Era el chillido que Pumares profería para referirse a las películas que le gustaban. No recuerdo el grito de guerra para las que no le gustaban, pero creo que también lo había. Pumares era (es) un personaje más bien entrañable que después recaló durante un tiempo en “Crónicas Marcianas”. Las piruetas de la vida.

Estoy agradecido a Pumares. Me puso en contacto con la crítica cinematográfica y con un análisis racional y riguroso de las películas, aunque a veces fuera discutible o pareciera desproporcionado. Pumares era (es) un tipo excesivo o le gustaba parecerlo.

En fin, y no sé por qué, me he animado a hacer otro cutre-trabajito audiovisual. Uno de viejas estrellas del cine que me resultaban atractivas y me lo siguen pareciendo. Pumares estará de acuerdo. Por mi parte debo confesar una especial debilidad por Audrey Hepburn e Ingrid Bergman, que no tienen absolutamente nada que ver y me confirman como persona de saludable amplio espectro.




-¿Seguimos con las manualidades, Miguelino?
-Me divierten.
-Está bien que la gente se divierta, pero pare el carro.
-¿Por qué?
-Porque cualquier día nos prepara un especial de Torrebruno con música de Franco Battiato y la hemos cagado. Sujétese la pinza, Miguelino, no se le vaya a soltar. Me está preocupando. Sobre todo desde que habla consigo mismo en voz alta. ¡Gollum! ¡Gollum!

viernes, 17 de agosto de 2007

Cuaderno de viaje. El océano

Al borde del mar siempre me siento como al borde del universo. Pese a lo inmenso de la masa de agua, se aprecia en el horizonte la curvatura de la Tierra y se adivina una inmensidad mayor allí donde el agua no continúa. Sentado junto al bramido de las olas y frente al empuje del viento, me relajo y siento vértigo, todo a un tiempo. Me encanta.

Por eso mismo el escenario se merece un homenaje. Cogido el tranquillo al programa, los pasos ya son rápidos. Hay que poner el volumen alto. Y adelanto que el resultado es algo pesadito porque apenas tengo fotografías de los lugares por los que llevo moviéndome ya varios años. Apenas las tengo porque soy un desastre, y soy un desastre porque así somos los desastrosos. En todo caso, lo mejor y como siempre, lo de otros: la música.


La campana de Gauss



Mi cuñado S. siempre lo dice cuando hay ocasión: la vida de los humanos queda bien reflejada en la campana de Gauss. Tras llegar a lo más alto, al final volvemos al punto de partida. A medida que envejecemos, parecemos nuevamente niños.

El cantante Jaime Urrutia se ha vuelto un completo sentimental. No sé si ya lo era cuando andaba metido en plena movida madrileña liderando a “Gabinete Caligari”. A mí no me lo parecía, no con aquella música que era un clásico fondo en las salidas nocturnas. Pero en sus últimas canciones en solitario hay frecuentes temas de desamor, aderezados con agradable ironía. Para ser precisos, en algunos temas hay esencialmente buen humor.



(No puedo evitar decirlo: si yo fuera Maribel, no me preocuparía absolutamente de nada).
Esto me ha recordado que yo era un joven sentimental algo atormentado. Y que llegó un momento en que –sin proponérmelo— cambié. Afortunadamente, porque ya estaba un poco harto. Durante casi veinte años pasé a ser una persona muy distinta que vivía hacia fuera y no hacia dentro. Sin embargo, ahora percibo que vuelvo a ser un sentimental. Me gustan las canciones de la última etapa de Jaime Urrutia y esto es sólo un pequeño síntoma. Contemplando ciertas cosas vuelvo a quedarme embobado, exactamente como hace veinte años. Otras me conmueven como hacía tiempo que no lo hacían. Me estoy volviendo un completo sentimental.

Como diría mi cuñado, debo de haber comenzado el descenso por la pendiente de la campana.

jueves, 16 de agosto de 2007

¿Dónde estás?

Hace unos meses me tropecé de nuevo con esa canción que ya había olvidado. Poco después, curioseando en una estantería del hipermercado di con un disco que la contenía.



El otro día le pedí a Bianca que la pusiera en el coche. El corte número cinco, por favor. Y me puse a cantar como un loco, bailando en el asiento, levantando los brazos y moviéndome de un extremo a otro. Desafinando sin rubor.

“Eh, nena, he pasado tanto, tanto tiempo buscándote. Y la ciudad es tan grande, pero tu amor tan pequeño”. En esta parte, que recité con la voz más forzadamente grave posible, Bianca se partía de risa. Bendita risa.

“¿Cuándo vas a quererme?” (-Nun-ca). “¿Cuándo vas a renunciar al sueño de tu libertad?” (-Nun-ca-nun-ca-nun-ca).

Era Bianca la que respondía alegremente a las preguntas, introduciendo unos coros en lo que podría ser una nueva versión de la canción.

Llegados a este punto de la música, yo seguía cantando pero ya no bailaba. Miraba por la ventanilla. Un árbol, dos, diez, cien casas, mil rostros.
-¿No debí decirlo? –me preguntó Bianca, intrigada.
Volví la cara y le sonreí a través del retrovisor.
-Siempre dices lo que debes.

Cuaderno de viaje. La (dichosa) mosca

Estaba escuchando uno de los discos que se salvaron del incendio. Me tomaba una cerveza casi templada y andaba pensando en que había que bajar al temperatura de la nevera, se formara el hielo que se formara. Se oían las voces de los niños a lo lejos y una brisa agradable entraba por la ventana. Todo perfecto. Eso mismo debía de pensar la mosca que revoloteaba sobre una mesa a unos dos metros de mí. Se movía en el mismo plano, cambiando bruscamente de dirección y siempre en línea recta. Me pregunté qué estaría dibujando. Me fijé muy atentamente y tracé en mi cabeza las líneas de su vuelo. Enseguida lo vi claro. Era una casa, con su tejado triangular y sus ventanas. Chimenea y una gran puerta. Al poco llegó otra mosca, volaron juntas un momento y se metieron dentro de su casa recién dibujada.
Conclusión: en este planeta todos andamos pensando en lo mismo.