No serán ni doscientos metros de estrecha calle los que separan el despacho del aparcamiento. Me asombro al calcular que en los últimos ocho años habré recorrido el trayecto más de seis mil veces. En ese tiempo casi nada ha cambiado. El mismo hotel y las mismas pequeñas tiendas de misteriosa subsistencia. La ortopedia, la de objetos usados y mi debilidad: la de trofeos deportivos. Y el mismo prostíbulo, siempre abierto, que se esconde tras la densa cortina por la que se escapa el olor a ambientador generosamente pulverizado que no puedo evitar inhalar con fuerza cuando paso junto a la puerta.
Ya había pensado en que había algo de medieval en el escenario de ese recorrido diario, una sensación de tiempo detenido. La posada, los tenderetes, el lupanar. Sólo faltaban los visionarios y me he topado con ellos en las últimas semanas. Dos jóvenes de inconfundible y trajeado aspecto visitando las casas bajas y transmitiendo las verdades del Libro de Mormón. Otro floreciente delirio que nos ofrece ayuda para afrontar el miedo que inspira la inminente llegada del año 1000.
La Iglesia de los Santos de los Últimos Días. Latter-Day Saints. LDS.
El otro día, de regreso al aparcamiento y envuelto en mi habitual ensoñación observé que llevaba unas raídas sandalias de piel de cabra. No me sorprendí.
Daniel me advirtió de que la tercera temporada de “Mad Men” estaba en el aire, donde quizá siga. No quise pensar en ello mientras saboreaba la segunda lo más lentamente que podía. Pero una vez que he acabado de verla, la posible interrupción definitiva de la historia me ofende.
(Punto final de la 1ª temporada, pero es que me viene al pelo).
Aunque no compartamos las razones, el personaje expresa lo que yo siento y por el mismo orden: sorpresa, incredulidad y resignación. En suma, lo que parece haberse marchado nos ha dejado jodidos.
Hasta que sepamos qué será de nosotros y aunque haga un frío que pela, don’t think twice, Miguelino, it’s all right.
Acabado el bachillerato dudé y estuve tentado de estudiar Psicología, pero me dijeron que aquello no tenía futuro. Como ni tenía ni tengo vocación alguna, y por no molestar a nadie, acabé estudiando otra cosa. Para acabar trabajando de psicológo.
“Después del tiempo que le he dedicado al asunto solo tengo claro una cosa: no se puede perder”, me dice el obsesivo cliente al concluir el juicio y sin conocer el sentido de una sentencia que puede tardar semanas. Me siento como el médico al que su paciente le suelta, tajante: “después de lo mucho que me he cuidado solo tengo claro una cosa: no me puedo morir”.
No hay otra: debo comenzar la terapia. Querría que Maslow estuviera a mi lado. “No nos pongamos la venda antes que la herida... Hemos hecho lo que teníamos que hacer y lo hemos hecho bien... Trate de no pensar en el asunto hasta que la juez se pronuncie... No es más que una porción de terreno en la que no habían reparado hasta ahora... Céntrese en lo que de verdad es su vida, aparque por un instante la disputa”.
Por un momento creo que el cliente se va tranquilizando, que lo peor ha pasado. Su frágil esposa, atrapada desde hace meses en ese poderoso campo magnético que es la vorágine cerebral de su marido, agradece que trate de aliviar la tensión y sonríe. Pero sé que todo es inútil. La autoestima de ese hombre depende del futuro de aquel terruño que ni siquiera es suyo, sino de la suegra. La mente obsesiva del cliente sigue girando, se percibe en sus ojos, y lo hará más rápido en cuanto nos despidamos.
Veo a la pareja descender por la calle en busca de su coche y me viene a la cabeza lo que un psicólogo clínico sostiene casi siempre: el cliente nunca tiene razón.
(“In Treatment”. HBO, claro. Algún día tendré que hablar de ella).
Este pasado fin de semana fuimos a Salamanca a recordar aquello del frío de veras. En casa de los suegros me topé con una vieja guía de la ciudad impresa en 1920. Aparte de los precios de los transportes, me llamaron la atención los anuncios de diversos establecimientos locales que figuraban en las primeras y en las últimas páginas de la guía.
Diario de Salamanca entusiasta defensor de las ideas religiosas, de los prestigios de la autoridad y el mantenimiento del orden social, con extensísima información extranjera, nacional, regional, provincial y local.
Hoy la editora es otra, pero doy fe de que la cosa, noventa años después, sigue siendo esencialmente cierta.
Venancio GOMBÁU – Fotógrafo FOTOGRAFÍAS DE TODOS LOS MONUMENTOS DE SALAMANCA Y PROVINCIA
Prior, 18 Teléfono 205
Los hijos de don Venancio heredaron el negocio y siguieron retratando la ciudad en blanco y negro. Decidí buscar aquellas viejas fotografías de una Salamanca que existió antes de que yo naciera, pero que se parecía mucho a la que recuerdo. Rastros de un tiempo en el que los cambios eran más lentos, como que casi ni los había.
Corrí delante de estos y esquivé sus varazos, pero solo después de perderles el miedo -sobre todo al de la izquierda- con la ayuda del intrépido Mario, aquel hijo del teniente coronel.
Un Paseo de Canalejas de casas bajas y calle adoquinada. Llegué a vivir en él, ya sin burro.
Junto a uno parecido cambié cromos. Y pensar que nunca me ha gustado coleccionar nada.