Fotografía de Don McCullin - ‘Snowy, Cambridge, early 1970s’

domingo, 20 de septiembre de 2009

Ausencia de malicia

Han pasado diecisiete años del crimen de Alcácer. Creía que eran más. Se decía que había algo turbio detrás de la atroz muerte de Miriam, Toñi y Desireé, que había personas importantes implicadas y que la policía no quería esclarecer realmente el caso. Recuerdo bien aquel disparate porque veía por entonces los pogramas nocturnos de Pepe Navarro, disfrutando de los comienzos de Florentino Fernández. Creo que fue allí donde conocí a aquel extraño periodista-criminólogo llamado Juan Ignacio Blanco, pilar en el que descansaba el delirio de Fernando García, el desolado padre de Miriam que no parecía resignarse a la realidad y necesitaba perseguir crueles fantasmas. Insólita pareja.

Supongo que es una tentación antigua ésa de rechazar lo más evidente, pero tal vez influyó en el caso la entonces reciente emisión de “Twin Peaks” con su fantástica y absurda trama. Si la muerte de Laura Palmer había sido tan desconcertante, no cabría atribuir el horrible final de las tres niñas de Alcácer a dos o tres míseros marginales, por muy probable que así fuera. No, lo que la investigación policial iba reconstruyendo no podía ser cierto. Paparruchas. Había otra cosa, seguro, aunque realmente no importara que nunca se supiera qué era exactamente. Lo importante era que esa cosa se ocultaba. Estaba claro: la policía y la fiscalía sabían y ocultaban. La cosa, aquello, lo que fuera, el vetetúasaberquiényporqué.



Pero todo tiene un límite, ya lo advertía aquel Director General de la Guardia Civil. Al final el padre y el criminólogo fueron condenados por injurias y calumnias a guardias civiles, forenses y un fiscal. Si la noticia es exacta, Blanco y García fueron condenados, “entre otras lindezas” por las de “acusar a los investigadores de «manipular», asegurar que los guardias civiles «trucaban fotos», calificar a los forenses de «personajes de tebeo» o decir del fiscal jefe que «chochea». «Expresiones tan claramente insultantes o hirientes que el ánimo específico de injurias se encuentra ínsito en ellos», como concluye la sentencia”.

No me extraña que con el ruido político-mediático en torno a las sombras del 11-M tuviera una sensación de déjà-vu. Ya no se trataba de un desconocido periodista-criminólogo que adquiría súbita relevancia en late shows o televisiones autonómicas, sino de directores y vicedirectores de grandes periódicos nacionales o de programas radiofónicos de notable audiencia, y de toda una tropa de colaboradores. Los impulsores del nuevo juicio paralelo no perdieron una hija, pero sí unas elecciones que parecían ganadas. Una pérdida que duele mucho menos pero que puede trastornar a muchos más. En compensación, y como suele ocurrir en estos casos, es una oportunidad de ganar mucho dinero a costa de los crédulos. Cualquier comerciante sabe que el espíritu de Laura Palmer, adecuadamente alimentado, ofrece una excelente rentabilidad.

No sé si el comisario Sánchez Manzano, quien fuera jefe de la Unidad de Desactivación de Explosivos de la Policía, es un buen profesional o si es tan incompetente como solemos ser casi todos. Pero visto el resultado del proceso, al menos en primera instancia, puedo opinar que el policía ha cometido un tremendo error al demandar al director de EL MUNDO, Pedro J. Ramírez, a su vicedirector, Casimiro García-Abadillo, al redactor jefe del diario, Fernando Múgica, y al columnista Federico Jiménez Losantos, por intromisión ilegítima en su derecho al honor por las expresiones contenidas en más de cuarenta artículos publicados en el periódico.

La Sentencia del Juzgado de Primera Instancia nº 56 de Madrid viene a señalar que la sistemática imputación al policía de manipulación de pruebas para atribuir un origen falso a los explosivos e influir en el resultado electoral, con sistemático engaño al juez instructor, son juicios de valor sustentados en hechos sustancialmente veraces y amparados por la libertad de expresión. Y que los calificativos que se le dirigen como “presunto sinvergüenza”, “inepto”, “probado incompetente”, “actuación inquietante”, “confusa y negligente”, “comportamientos turbios”, “turbio policía”, “pepe gotera manzano”, “manzano y sus manzanitas”, “vendedores de humo”, “trileros desvergonzados”, “engañabobos al por mayor”, y “morlacos resabiados”, apreciados en su contexto y en relación con las circunstancias del momento, no cabe considerarlos lesivos del derecho al honor del policía.

No deja de ser curioso que, si bien no sé si tales epítetos encajan en el personaje del policía, estoy seguro de que buena parte de ellos describe fielmente a los demandados. Pero la cuestión no es tanto en qué medida se resuelve adecuadamente el conflicto entre valores constituciones (derecho al honor frente a libertades de expresión e información), aunque también, sino hasta qué punto daña las meninges un buen juicio paralelo y de qué forma la reacción del policía en este caso ha alimentado, sin quererlo, la meningitis. He apreciado un claro síntoma de la enfermedad en este párrafo de la sentencia: “Opinar “que el 11 M se engendró muy probablemente en el seno o al menos en el regazo del Estado...” (Doc 64) es hipótesis protegida por la libertad de expresión, aunque a algunos les pueda parecer sorprendente y disparatada y a otros, por el contrario, factible dado el antecedente del llamado caso Gal”. Confieso que llevo un par de días dándole vueltas al razonamiento y sigo sin entenderlo. Deduzco que no estoy infectado o que los torpes estamos inmunizados.

En fin, dos historias parecidas con dos finales diferentes. Dos juicios paralelos que al final divergen. El caso Manzano me ha recordado la película “Ausencia de malicia”, dirigida en 1981 por Sidney Pollack, protagonizada por Paul Newman y con un irreal y reconfortante final. En un rincón del guión se concentra toda la esencia:

That as a matter of law,
the truth is irrelevant.

We have no knowledge the story is false,
therefore we're absent malice.

We've been both reasonable and prudent,
therefore we're not negligent.

We can say what we like about him;
he can't do us harm. Democracy is served.

Cierto, la verdad parece irrelevante.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Camino a Disneyland

Al fondo se oyen los gritos de los que ya están montados. En la entrada a la atracción hay un cartel que avisa muy claramente a quienes padecen del corazón o de la espalda. No necesito leerlo para decidir quedarme fuera. Me digo que es mi predisposición al mareo por cosa de las cervicales aunque sospecho, no obstante, que es simple flojera.

Así que me quedo esperando por los alrededores, disfrutando de ese privilegiado punto de observación que es el parque y especialmente atento para captar el sonido de palabras pronunciadas en francés por una voz femenina. A salvo.

Pero el cine no avisa o no lo hace tanto. Es fácil acabar en una película de emociones fuertes sin esperarlo. Y no me parece bien porque mi flojera es la misma y, aunque no haya gritos, puedo acabar llorando a moco tendido o intentando contener las lágrimas a duras penas. En el cine hay curvas muy inclinadas, bajadas a gran velocidad y giros verticales de 360 grados que me dejan aterido y que afronto atemorizado con los dedos clavados en los reposabrazos mientras la butaca avanza rápidamente hacia algo aún peor. La última vez que lo sentí fue en “Camino”, esa conmovedora, dolorosa y redonda película de Javier Fesser.



Hubiera querido poder oír la angustia de quienes la vieron antes que yo o un cartel que advirtiera a los padres débiles de corazón o flojos. Me habría sentido aludido y agradecido. Aunque, por otra parte, no sé si hubiera preferido no llegar a verla: empiezo a comprender el extraño placer de salir temblando de una montaña rusa.