Fotografía de Don McCullin - ‘Snowy, Cambridge, early 1970s’

lunes, 20 de agosto de 2007

El diván de los recuerdos. Los concursos


Hubo una época en mi vida de estudiante en que nos apuntaban a todos los concursos de redacción. Entre los fracasos, destaco orgulloso la vez en que conseguí un pequeño lote de libros. En aquella ocasión formaba parte del jurado -toda una casualidad sin la menor importancia- mi sofisticada tía L., una prima carnal de mi madre que escribía cuentos para niños y algunas otras cosas. Del día en que me entregaron aquel premio en un salón de actos con muy pocas personas, recuerdo dos detalles: la vergüenza que sentí al notar el peso de las miradas y la presencia de C., aquella compañera del colegio a la que durante un tiempo estúpidamente hice su vida imposible. Esto me hace pensar en la macanuda suerte la de las personas que, al repasar su vida, aseguran que volverían a hacer las mismas cosas que hicieron. Yo no pararía de cambiarlas.

Pero lo que me divierte realmente es recordar el concurso de poesía que organizó el ayuntamiento entre los escolares del último curso de E.G.B. Doña Ernestina debía de tener depositadas algunas esperanzas en mí. Unas semanas antes había redactado un poemita sobre Don Quijote que le había gustado mucho. Pero cuando llegó el momento de ponerse a confeccionar el poema que cada cual mandaría al concurso, las cosas empezaron a torcerse. En casa había un libro titulado “Las mil peores poesías de la lengua castellana”, de Jorge Llopis. Era un repaso a la poesía en castellano a lo largo de la historia, parodiándola mediante disparatados poemas que, conservando el estilo de cada momento, el autor componía llenos de humor. Me divertía mucho aquel libro. Y siendo yo una persona sumamente influenciable –con irrefrenable tendencia al plagio, dicho de otro modo—, me puse a redactar un poema desenfadado que imitaba descaradamente el estilo de alguno del libro. Los recuerdos no son claros y sólo puedo asegurar que en mi poemita se hablaba de un bocadillo de tocino y de una mancha de grasa en un pantalón. Adónde me llevaba aquello, no sé, pero en algún momento debió de parecerme gracioso y tal vez lo fuera, o tal vez no. Lo importante es que lo llevé al colegio y doña Ernestina me pidió que lo leyera en voz alta a la clase. Seguro que yo no contaba con ello y al verme forzado a hacer pública aquella tontería en verso súbitamente tuve claro que el poema era un error. Me puse en pie lentamente, convencido de que la maestra iba a llevarse una desagradable sorpresa y de que aquello no tenía ninguna gracia ni remedio. Aún veo la sonrisa de doña Ernestina mientras regaba las plantas colocadas bajo las ventanas y esperaba que saliera de mi boca algo serio y lírico. Me armé de valor y, perdida por completo la confianza en mi obrita, la leí a toda prisa deseando que no se entendiera. Fue inútil. Doña Ernestina debió de oírla perfectamente porque en ningún momento me pidió que la repitiera o que la leyera más despacio. Al final sólo me dijo que me sentara. Otro momento de bochorno en mi inventario vital.

La historia tuvo un final relativamente feliz. El premio lo ganó otro de la clase, T., con un poema también de humor. Contra pronóstico, ganó algo que tampoco iba en serio. Cuando lo leí, después de la noticia del premio, respiré aliviado. A lo mejor mi broma había gustado también y a lo mejor doña Ernestina comprendió entonces que no iba tan desencaminado.

A propósito de T. Un tipo algo contrahecho que corría torpemente y que ahora mismo puedo verlo haciendo lo que a mí me rompería: sentarse en la típica postura de yogui, con las piernas dobladas y cada pie en el muslo de la contraria, para después columpiar el tronco y las piernas con sólo las manos sobre el suelo. Un artista. Esto me recuerda al circo, pero ésa es otra historia.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Jua, jua y tres veces jua!

Si yo fuera la Srta. Ernestina seguro que le obligaba a publicar el susodicho poema en la revista escolar, ja.

Qué divertido, todo. Es usted un pozo de diversión e ironía. Así me gusta.

Lenny Zelig dijo...

Si usted fuera realmente la Srta. Ernestina, suspendería la edición de la revista escolar antes de permitir la publicación de aquello. Por encima de su cadáver.

Anónimo dijo...

Tengo que buscar "Las mil peores poesías de la Lengua castellana", en mis clases seguro que sería de gran utilidad y me echaría unas buenas risas con mis alumnos.

O tal vez no, hummm.