Cuando nació J. no quise que se llamase como yo. Deseaba que fuera muy diferente. “Pero si es seguro que será diferente”. "Supongo que sí, pero quiero que empiece a serlo por el nombre". Han pasado ocho años y mi empeño ha sido inútil. J. me recuerda enormemente a mí mismo y muy especialmente a la idea que tengo de lo que yo era cuando niño. Cuando le veo enfurruñado, irritado sin remedio, superado por algún contratiempo, incapaz de dar el pequeño paso atrás que le saque del callejón sin salida, veo al niño que yo era. Es entonces cuando tengo que intervenir en la pelea que J. sostiene consigo mismo, a ver si la gana y el enfado se disipa. Cuando todo pasa no quiere hablar de ello y súbitamente se comporta como un adulto. Tiene un gran corazón, sabe cuidar de sus sobrinos más pequeños y se preocupa de forma muy poco infantil por los más débiles. En esto y otras cosas es mucho mejor que yo y disfruto con la bendita diferencia.
La pequeña M. es caso aparte y me tiene desconcertado. “Pero esta niña tan guapa, ¿de quién son esos ojos verdes?” “Eso querría saber yo”. Sabe disfrutar de cada oportunidad que le brinda la vida. Siempre tiene claro lo que quiere y cómo conseguirlo, o cuándo no podrá obtenerlo y no merece la pena insistir ni disgustarse. Y es una de las personas más observadoras que conozco. Es traviesa como su madre pero ella también está sorprendida. Forma con su hermano una extraña pareja. A pesar de que casi son inseperables, J. está condenado a sentir celos de M. y rabia por resultarle a ella todo tan sencillo y a él, pobriño, tan complicado.
En fin, me estoy desviando. No pretendía presumir de ellos aunque reconozco que me resulta difícil no hacerlo. Tan solo quería hablar sobre el llamativo rastro genético que puedo seguir en J. y en la absurda esperanza que albergaba de no encontrarlo. Inevitablemente he terminado hablando del asombroso espectáculo natural que ofrece el rápido desarrollo de unos seres que, aunque tienen elementos biológicos esenciales en común con uno, son necesariamente ellos mismos y sólo ellos. Ya definidos y aún una incógnita. Protagonistas de una historia recién empezada que no pienso perderme, al menos hasta donde alcance a seguirla. Voy por las palomitas.
6 comentarios:
Sus dos hijos son lindísimos, cada uno con su personalidad "personal e intransferible". Pero presuma de ellos sin pudor, ¡que para eso es su papi!
El Nocturno Opus 9 es muy apropiado para llevar a los niños reclinados en el hombro. "A mimir, niños".
Me parace muy bien que no sucumbiera a la presión para poner el mismo nombre al niño, me parece una "tradición" irritante, que oculta un deseo de prolongarse en el otro y por tanto de negarle parte de su identidad, cuando esto se suele revelar imposible.
Y, ¡qué buena la imagen de un par de niños jugando mientras su padre los observa comiendo palomitas desde el sofá! Me apunto la imagen, tal vez se la robe un día de estos.
Muchas felicidades por tan tierna camada a la par que inteligente.Asi como el post, tierno. Qué bonito.
Qué más quisiera la Pataky que tener una familia como lo suya.
Estoy con la aviadora, presuma de ellos sin pudor, sin piedad, sin mesura.
Estoy de acuerdo con Daniel, hay que empezar por concederles su otra identidad en el nombre. Y además eso evita absurdas confusiones en el ámbito familiar: Doña Elena madre, Elena hija y Elenita o Helen forman una única pero discontinua tradición en mi familia; sin embargo, nada más verlas aciertas a ver las diferencias también genéticas. Me fui por las ramas.
Qué entrañables son ustedes. J. y M. les darían encantados un beso, no sin antes discutir quién empieza primero.
Me pillo el puente sin contemplaciones. Buen largo fin de semana para todo el que pueda. Felices días en todo caso.
Se le echa de menos, Miguel, de verdad que sí.
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