No sé a qué se debe exactamente. La genética, la sobreexposición a las historietas, al cine, a la televisión, a las vidas de los otros, quién sabe. Sea lo que sea, pronto se hizo evidente que soy un peliculero para quien la vida proyecta escenas en una pantalla, y la música, cualquiera, es tan solo su banda sonora.
La errónea perspectiva del peliculero no le convierte en director de escena, sino en un simple actor interpretando un personaje que, maldición, no suele ser el que anda buscando. El peliculero está obligado, sobre todo al principio, a dedicar mucho tiempo a decidir qué papel le gusta más y a tratar inútilmente de hacerse con él. Se me dirá que esto es común a todos los humanos en fase de desarrollo, y es cierto, pero en los peliculeros no sólo es más evidente, sino que es probablemente también más dramático, porque nunca dejamos del todo de ser niños en imposible crecimiento. Realmente nunca dejamos de hacer mal cine, aunque sea cada vez con menos entusiasmo.
Así que montando películas infantiles me decanté por el inglés flemático. Tal vez descubrí al personaje en el Waldo Badmington de aquella aventura de Lucky Luke.
Me gusta pensar que sí, aunque realmente no sé cómo tropezó conmigo aquel estirado del norte. Sea como fuera, me cautivó al instante y en seguida empecé a diseñar el personaje que quería que protagonizara mi imposible película preferida. Le gustaría viajar y ocuparía naturalmente su lugar en cualquier entorno, sin el menor aspaviento, sin esforzarse por agradar, ganándose rápidamente la confianza de quienes lo verían como alguien pintoresco, pero no una amenaza. Desconocería el gesto de arrugar la nariz porque nada de lo que su inagotable curiosidad llegara a descubrir le escandalizaría. Su humor nunca sería cruel. Precisaría pocas cosas, le bastaría lo esencial, no lucharía por acaparar. Aceptaría la incomodidad. No gritaría. No perdería la calma, pero actuaría con determinación cuando fuera necesario. Llegado el momento de despedirse, sería el primero en hacerlo. No rumiaría las derrotas ni presumiría de sus victorias porque conocería bien la naturaleza del juego.
El personaje iba tomando forma, el perfil se iba delineando hasta el más pequeño detalle y me esforzaba por limar los bordes más cortantes. Llegué a saber lo que haría en cualquier momento, conocía su aspecto, lo tenía delante. Parecía fácil, estaba hecho y sin embargo, jamás pude meterme en su piel. Olvidaba el guión, tropezaba con los objetos del decorado o los otros no me daban la réplica. Siempre fallaba algo. ¡Corten! Tú puedes, Miguelino. ¡Corten! Que no decaiga, muchacho. ¡Corten! Demuestra quién eres. ¡Corten! ¡Corten! ¡Corten! ¡Corten! ¡Corten! Déjalo estar. Sí, hace mucho tiempo que lo dejé estar.
Pese a todo, sé que el personaje sigue estando ahí, en algún lugar, puede que al alcance de alguien. De vez en cuando me parece ver su rastro y en ocasiones descubro algo más emocionante aún: recupero lo que vi con diecisiete años, cuando creo que aún soñaba con poder interpretarlo a veces.
"Reilly, Ace of Spies", 1983. Emitido en España en 1984.
Y encima espía y en parte real. Como para no querer serlo.
La errónea perspectiva del peliculero no le convierte en director de escena, sino en un simple actor interpretando un personaje que, maldición, no suele ser el que anda buscando. El peliculero está obligado, sobre todo al principio, a dedicar mucho tiempo a decidir qué papel le gusta más y a tratar inútilmente de hacerse con él. Se me dirá que esto es común a todos los humanos en fase de desarrollo, y es cierto, pero en los peliculeros no sólo es más evidente, sino que es probablemente también más dramático, porque nunca dejamos del todo de ser niños en imposible crecimiento. Realmente nunca dejamos de hacer mal cine, aunque sea cada vez con menos entusiasmo.
Así que montando películas infantiles me decanté por el inglés flemático. Tal vez descubrí al personaje en el Waldo Badmington de aquella aventura de Lucky Luke.
Me gusta pensar que sí, aunque realmente no sé cómo tropezó conmigo aquel estirado del norte. Sea como fuera, me cautivó al instante y en seguida empecé a diseñar el personaje que quería que protagonizara mi imposible película preferida. Le gustaría viajar y ocuparía naturalmente su lugar en cualquier entorno, sin el menor aspaviento, sin esforzarse por agradar, ganándose rápidamente la confianza de quienes lo verían como alguien pintoresco, pero no una amenaza. Desconocería el gesto de arrugar la nariz porque nada de lo que su inagotable curiosidad llegara a descubrir le escandalizaría. Su humor nunca sería cruel. Precisaría pocas cosas, le bastaría lo esencial, no lucharía por acaparar. Aceptaría la incomodidad. No gritaría. No perdería la calma, pero actuaría con determinación cuando fuera necesario. Llegado el momento de despedirse, sería el primero en hacerlo. No rumiaría las derrotas ni presumiría de sus victorias porque conocería bien la naturaleza del juego.
El personaje iba tomando forma, el perfil se iba delineando hasta el más pequeño detalle y me esforzaba por limar los bordes más cortantes. Llegué a saber lo que haría en cualquier momento, conocía su aspecto, lo tenía delante. Parecía fácil, estaba hecho y sin embargo, jamás pude meterme en su piel. Olvidaba el guión, tropezaba con los objetos del decorado o los otros no me daban la réplica. Siempre fallaba algo. ¡Corten! Tú puedes, Miguelino. ¡Corten! Que no decaiga, muchacho. ¡Corten! Demuestra quién eres. ¡Corten! ¡Corten! ¡Corten! ¡Corten! ¡Corten! Déjalo estar. Sí, hace mucho tiempo que lo dejé estar.
Pese a todo, sé que el personaje sigue estando ahí, en algún lugar, puede que al alcance de alguien. De vez en cuando me parece ver su rastro y en ocasiones descubro algo más emocionante aún: recupero lo que vi con diecisiete años, cuando creo que aún soñaba con poder interpretarlo a veces.
"Reilly, Ace of Spies", 1983. Emitido en España en 1984.
Y encima espía y en parte real. Como para no querer serlo.
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