Fotografía de Don McCullin - ‘Snowy, Cambridge, early 1970s’

jueves, 12 de noviembre de 2009

Homo fiscus


La incivilización tiene síntomas, como cualquier otra enfermedad. Uno de los más irritantes y comunes es el de invocar las graves infracciones ajenas cuando somos pillados en una propia, que siempre es más pequeña que la más grande que nos apresuramos a imaginar. Ya saben, eso de “agente, vergüenza le tendría que dar estar poniéndome una multa de tráfico en vez de perseguir a los narcotraficantes”. (Una pausa comercial: si quiere recurrirla, tome mi tarjeta) Qué grima. La incivilización es muchas cosas, también una forma odiosa de irresponsabilidad.

Lo de los impuestos y cómo percibimos su utilidad y necesidad reales es al parecer cosa más compleja, pero creo que tiene que ver con la civilización y nuestra tendencia a ignorar su importancia. Tal vez haya una dosis fiscal óptima o tal vez lo óptimo sea siempre discutible en este resbaladizo asunto. En cualquier caso los impuestos constituyen una autoexigencia de responsabilidad social. El uso de lo recaudado siempre es perfectible y a veces insoportablemente imperfecto, pero solemos asumir la conveniencia de garantizar un mínimo de bienestar general que reduzca graves desigualdades de otro modo insalvables, y la necesidad de una contribución suficiente para lograrlo. Sin duda somos civilizados o eso creemos.

Pero luego llega el momento de pagarlos —los impuestos, digo-, y es entonces el chirriar de dientes. El afortunado los considera un vergonzoso expolio de su particular mérito y esfuerzo, mientras el desfavorecido se pregunta si no sería mejor que los pagara cualquier otro menos necesitado. Y luego están los del medio, indignados por sentir que a fin de cuentas son ellos los que pagan el pato –el grueso de los impuestos, digo. Así que todos contentos. Qué panorama. Eso sí, todos civilizados y convencidos de que más le valiera, señor inspector, perseguir el blanqueo de capitales de los narcotraficantes.

Solo quería dar un pequeño rodeo hasta llegar a la iniciativa del médico jubilado Dieter Lehmkuhl y otros pocos acaudalados alemanes, decididos a pagar más impuestos para colaborar en la reconstrucción económica mediante la inversión en ecología, educación y justicia social. La noticia de su existencia, días atrás, me dejó sin palabras.



Creo que se debió al brillo de civilización que desprende esa reluciente pepita en mitad de la mierda.

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