La experiencia histórica nos enseña que los cambios relevantes son siempre lentos, que las buenas ideas, el rumbo correcto que indican los humanos más lúcidos, sólo arraigan, y lamentablemente nunca del todo, con el paso de los años o de los siglos. Quien me conoce sabe que no puedo dejar de pensar, por manía obsesivo-compulsiva y porque creo que son buenos ejemplos, en el combate entre la ciencia y la superstición sostenido durante los últimos 2.500 años, o en las permanentes amenazas al brillantísimo reconocimiento, hace menos de 300 años, de la igualdad y libertad de los ciudadanos, titulares de derechos inviolables ligados a su mera condición humana.
La perspectiva histórica evidencia que perdemos mucho tiempo, uno que realmente no tenemos si consideramos nuestra breve existencia individual. Precisamente es el afán por ganar tiempo el que me lleva a buscar a los adelantados a su época, aquellos sobre cuyos hombros convendría que nos colocáramos para seguir nuestro propio camino por una senda mejor y más recta, tal y como la ciencia (y a veces parece que sólo ella) hace sabiamente.
Esto guarda relación con algunas ideas sobre las que he escrito en el blog (y no pienso citarme), como que resulta sumamente improbable pensar con originalidad y que conservo cierta afición a los superhéroes, aunque aclarando que no soy en absoluto mitómano y que sólo veo frágiles humanos incluso en los que más admiro.
En más de una ocasión me ha rondado una idea que es más bien sólo una sensación difusa, una imprecisa intuición, que luego he visto analizada y ordenada rigurosamente por humanos mucho más inteligentes. Son descubrimientos sumamente placenteros. Así me ha ocurrido con Bertrand Russell (1872-1970), el brillante matemático, filósofo, hombre comprometido con su (largo) tiempo y personaje al que merece la pena acercarse por su visión humanista y racional. Uno de los pocos que coloco en mi particular y admirada categoría de “los que suelen estar en lo cierto”, cualidad especialmente meritoria en casos como el de Russell, que no se encerró en sus estudios científicos de vanguardia, sino que no paró de reflexionar en voz alta y clara sobre la violenta e imperfecta realidad social de la Europa del s. XX.
Y que la memoria de Mr. Russell me perdone por fijarme ahora en un pequeño (o tal vez no tanto) detalle que expuso en un opúsculo, pero que coincide con una de esas imprecisas ideas que me rondan la cabeza y el tiempo me confirma: el erróneo valor del trabajo en la sociedad moderna.
Como casi toda mi generación, fui educado en el espíritu del refrán «La ociosidad es la madre de todos los vicios». Niño profundamente virtuoso, creí todo cuanto me dijeron, y adquirí una conciencia que me ha hecho trabajar intensamente hasta el momento actual. Pero, aunque mi conciencia haya controlado mis actos, mis opiniones han experimentado una revolución. Creo que se ha trabajado demasiado en el mundo, que la creencia de que el trabajo es una virtud ha causado enormes daños y que lo que hay que predicar en los países industriales modernos es algo completamente distinto de lo que siempre se ha predicado.
(...)
En un mundo donde nadie sea obligado a trabajar más de cuatro horas al día, toda persona con curiosidad científica podrá satisfacerla, y todo pintor podrá pintar sin morirse de hambre, no importa lo maravillosos que puedan ser sus cuadros. Los escritores jóvenes no se verán forzados a llamar la atención por medio de sensacionales chapucerías, hechas con miras a obtener la independencia económica que se necesita para las obras monumentales, y para las cuales, cuando por fin llega la oportunidad, habrán perdido el gusto y la capacidad. Los hombres que en su trabajo profesional se interesen por algún aspecto de la economía o de la administración, serán capaces de desarrollar sus ideas sin el distanciamiento académico, que suele hacer aparecer carentes de realismo las obras de los economistas universitarios. Los médicos tendrán tiempo de aprender acerca de los progresos de la medicina; los maestros no lucharán desesperadamente para enseñar por métodos rutinarios cosas que aprendieron en su juventud, y cuya falsedad puede haber sido demostrada en el intervalo.
Sobre todo, habrá felicidad y alegría de vivir, en lugar de nervios gastados, cansancio y dispepsia. El trabajo exigido bastará para hacer del ocio algo delicioso, pero no para producir agotamiento. Puesto que los hombres no estarán cansados en su tiempo libre, no querrán solamente distracciones pasivas e insípidas. Es probable que al menos un uno por ciento dedique el tiempo que no le consuma su trabajo profesional a tareas de algún interés público, y, puesto que no dependerá de tales tareas para ganarse la vida, su originalidad no se verá estorbada y no habrá necesidad de conformarse a las normas establecidas por los viejos eruditos. Pero no solamente en estos casos excepcionales se manifestarán las ventajas del ocio. Los hombres y las mujeres corrientes, al tener la oportunidad de una vida feliz, llegarán a ser más bondadosos y menos inoportunos, y menos inclinados a mirar a los demás con suspicacia. La afición a la guerra desaparecerá, en parte por la razón que antecede y en parte porque supone un largo y duro trabajo para todos. El buen carácter es, de todas las cualidades morales, la que más necesita el mundo, y el buen carácter es la consecuencia de la tranquilidad y la seguridad, no de una vida de ardua lucha. Los métodos de producción modernos nos han dado la posibilidad de la paz y la seguridad para todos; hemos elegido, en vez de esto, el exceso de trabajo para unos y la inanición para otros. Hasta aquí, hemos sido tan activos como lo éramos antes de que hubiese máquinas; en esto, hemos sido unos necios, pero no hay razón para seguir siendo necios para siempre.
(B. Russell: “Elogio de la ociosidad”, 1935).
Ahí lo dejo, que voy a parecer demasiado ocioso.
La perspectiva histórica evidencia que perdemos mucho tiempo, uno que realmente no tenemos si consideramos nuestra breve existencia individual. Precisamente es el afán por ganar tiempo el que me lleva a buscar a los adelantados a su época, aquellos sobre cuyos hombros convendría que nos colocáramos para seguir nuestro propio camino por una senda mejor y más recta, tal y como la ciencia (y a veces parece que sólo ella) hace sabiamente.
Esto guarda relación con algunas ideas sobre las que he escrito en el blog (y no pienso citarme), como que resulta sumamente improbable pensar con originalidad y que conservo cierta afición a los superhéroes, aunque aclarando que no soy en absoluto mitómano y que sólo veo frágiles humanos incluso en los que más admiro.
En más de una ocasión me ha rondado una idea que es más bien sólo una sensación difusa, una imprecisa intuición, que luego he visto analizada y ordenada rigurosamente por humanos mucho más inteligentes. Son descubrimientos sumamente placenteros. Así me ha ocurrido con Bertrand Russell (1872-1970), el brillante matemático, filósofo, hombre comprometido con su (largo) tiempo y personaje al que merece la pena acercarse por su visión humanista y racional. Uno de los pocos que coloco en mi particular y admirada categoría de “los que suelen estar en lo cierto”, cualidad especialmente meritoria en casos como el de Russell, que no se encerró en sus estudios científicos de vanguardia, sino que no paró de reflexionar en voz alta y clara sobre la violenta e imperfecta realidad social de la Europa del s. XX.
Y que la memoria de Mr. Russell me perdone por fijarme ahora en un pequeño (o tal vez no tanto) detalle que expuso en un opúsculo, pero que coincide con una de esas imprecisas ideas que me rondan la cabeza y el tiempo me confirma: el erróneo valor del trabajo en la sociedad moderna.
Como casi toda mi generación, fui educado en el espíritu del refrán «La ociosidad es la madre de todos los vicios». Niño profundamente virtuoso, creí todo cuanto me dijeron, y adquirí una conciencia que me ha hecho trabajar intensamente hasta el momento actual. Pero, aunque mi conciencia haya controlado mis actos, mis opiniones han experimentado una revolución. Creo que se ha trabajado demasiado en el mundo, que la creencia de que el trabajo es una virtud ha causado enormes daños y que lo que hay que predicar en los países industriales modernos es algo completamente distinto de lo que siempre se ha predicado.
(...)
En un mundo donde nadie sea obligado a trabajar más de cuatro horas al día, toda persona con curiosidad científica podrá satisfacerla, y todo pintor podrá pintar sin morirse de hambre, no importa lo maravillosos que puedan ser sus cuadros. Los escritores jóvenes no se verán forzados a llamar la atención por medio de sensacionales chapucerías, hechas con miras a obtener la independencia económica que se necesita para las obras monumentales, y para las cuales, cuando por fin llega la oportunidad, habrán perdido el gusto y la capacidad. Los hombres que en su trabajo profesional se interesen por algún aspecto de la economía o de la administración, serán capaces de desarrollar sus ideas sin el distanciamiento académico, que suele hacer aparecer carentes de realismo las obras de los economistas universitarios. Los médicos tendrán tiempo de aprender acerca de los progresos de la medicina; los maestros no lucharán desesperadamente para enseñar por métodos rutinarios cosas que aprendieron en su juventud, y cuya falsedad puede haber sido demostrada en el intervalo.
Sobre todo, habrá felicidad y alegría de vivir, en lugar de nervios gastados, cansancio y dispepsia. El trabajo exigido bastará para hacer del ocio algo delicioso, pero no para producir agotamiento. Puesto que los hombres no estarán cansados en su tiempo libre, no querrán solamente distracciones pasivas e insípidas. Es probable que al menos un uno por ciento dedique el tiempo que no le consuma su trabajo profesional a tareas de algún interés público, y, puesto que no dependerá de tales tareas para ganarse la vida, su originalidad no se verá estorbada y no habrá necesidad de conformarse a las normas establecidas por los viejos eruditos. Pero no solamente en estos casos excepcionales se manifestarán las ventajas del ocio. Los hombres y las mujeres corrientes, al tener la oportunidad de una vida feliz, llegarán a ser más bondadosos y menos inoportunos, y menos inclinados a mirar a los demás con suspicacia. La afición a la guerra desaparecerá, en parte por la razón que antecede y en parte porque supone un largo y duro trabajo para todos. El buen carácter es, de todas las cualidades morales, la que más necesita el mundo, y el buen carácter es la consecuencia de la tranquilidad y la seguridad, no de una vida de ardua lucha. Los métodos de producción modernos nos han dado la posibilidad de la paz y la seguridad para todos; hemos elegido, en vez de esto, el exceso de trabajo para unos y la inanición para otros. Hasta aquí, hemos sido tan activos como lo éramos antes de que hubiese máquinas; en esto, hemos sido unos necios, pero no hay razón para seguir siendo necios para siempre.
(B. Russell: “Elogio de la ociosidad”, 1935).
Ahí lo dejo, que voy a parecer demasiado ocioso.
2 comentarios:
QUE NADIE PINCHE EN EL ENLACE ANTERIOR!!!
Al menos sin un buen antivirus...
Sería recomendable quitarlo ;)
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