El 10 de diciembre de 1998 el juez Baltasar Garzón dictó auto de procesamiento contra Augusto Pinochet Ugarte por un posible delito de genocidio. Hubo mucho revuelo durante el curso de aquel proceso iniciado algunos meses antes. Lo hubo en las dependencias de la Fiscalía de la Audiencia Nacional y en el ancho mundo. También de forma especial en el Reino Unido, donde el anciano vivió un tiempo bajo arresto domiciliario. Recibió visitas y algunas se retransmitieron.
Aquella historia judicial y política estuvo llena de detalles de interés, pero me fijo ahora en el gesto y las palabras de Margaret Thatcher. Una mujer comprometida sin ninguna duda con la libertad que sin embargo rinde pleitesía a un anciano y codicioso tirano. Durante la charla surge el agradecimiento por la ayuda prestada en la sangrienta recuperación de unos fríos y ventosos islotes apenas habitados, ocupados ilegítimamente por otros infames tiranos con los que el anfitrión de la baronesa hacía antes siniestros arreglos en asuntos comunes. Pero lo más sorprendente es el reconocimiento de los méritos democráticos del general. Margaret Thatcher sabía que Pinochet había consentido la convocatoria de elecciones tras su derrota en el plebiscito de 1988, y que había abandonado el poder directo en 1990, si bien diecisiete años después de haberlo tomado por las armas y tras haber ejercido una feroz represión política. También sabía que a partir de 1990 el general se mantuvo otros ocho años más en el cargo de comandante en jefe del ejército, sobrevolando amenazadoramente la vida política chilena. Valorando los hechos, Margaret Thatcher concluyó que fue el militar quien trajo de regreso a Chile la democracia, la verdadera, aunque le llevara algún tiempo. Por desgracia, esa irracional forma de hacer balance es más común de lo que debiera entre los humanos que gustan de llamarse de acción y sin complejos.
Tratando de corregir su entusiasmo, a los valedores de la declaración de las buenas guerras siempre les indico -aunque no suelen preguntar por él- el camino a la intendencia, ese lugar donde podrán dejar sus trajes o calzonas y recibirán el uniforme de su talla y el pase al frente. Por supuesto que solo pretendo que experimenten y puedan hablar con propiedad de lo que gustan hablar, no que mueran ni resulten heridos. Aunque debo reconocer que la decidida Margaret Thatcher vendría ya con el uniforme puesto. Pero a los que expresan comprensión por las soluciones militares aplicadas a las democracias en graves crisis políticas y económicas, a esos les sugiero una visita informal al Estadio Nacional, en Santiago de Chile, en las semanas que siguieron al golpe de 1973. Solo pretendo que se familiaricen con los métodos de ciertos gobiernos de orden, no que vomiten ni queden con mal cuerpo.
¿Y todo esto a qué viene? Pues a que empleando la perspectiva psicológica que tanto me tienta veo claro que Garzón está persuadido de que si la sublevación militar española de 1936 hubiera tenido un rápido éxito, sus responsables habrían llevado a cabo una represión política similar a la ejercida durante años en el Chile de Pinochet o en la Argentina de Massera y compañía. La hipótesis es razonable por la coincidencia de circunstancias y personajes: crisis política aguda y salvapatrias con uniforme y pocos miramientos. La guerra civil que sobrevino, fiel a la bárbara naturaleza de la violencia desatada, sólo distorsionó los planes, complicó las cosas, involucró a terceros y aumentó exponencialmente las dimensiones del espanto en una cadena de golpes y represalias, pero no desdibujó completamente el paralelismo, como pudo constatarse en la sucesiva ocupación del territorio y tras el fin de la contienda. De modo que con ocasión de la búsqueda de cadáveres auspiciada privadamente por ciertas asociaciones, el juez ha rememorado escenas contempladas al otro lado del charco y por coherencia profesional ha resuelto procesar a su propio pasado histórico.
Esta historia también está llena de detalles de interés y está causando mucho revuelo, incluso en la Fiscalía de la Audiencia Nacional. Reconozco que la decisión judicial me parece discutible por varias razones, pero por el mismo motivo por el que me fijé en la actitud de Magaret Thatcher, ahora me fijo en las reacciones que provoca el asunto más que en el asunto mismo. Y todo lo que se me ocurre decir es que resulta interesante.
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