Lo he oído varias veces de boca de personas agudas y racionales: les gusta el debate directo y con mandobles. Sin perder las formas, les va la marcha y disfrutan con la excitación de la gresca. Cuestión de temperamento. O es que así es más estimulante la discusión de las ideas.
Me parece muy bien. Lo practican personajes a los que respeto verdaderamente y de los que no espero que cambien ni realmente lo deseo. Pero desconfío del mandoble, un golpe que por definición no es preciso, aunque a veces –con frecuencia incluso si las manos son especialmente hábiles— dé en el blanco. Y también desconfío de la excitación, aunque sea comprensible y en ciertas condiciones, inevitable, porque puede poner en alerta los sentidos, pero no mejora el raciocinio sino que lo entorpece.
Es una desconfianza que nace de la experiencia. He fallado tantas veces y sigo haciéndolo, que cada vez soy más cauteloso. La evidencia de mis errores me lleva a desconfiar de mis opiniones desde el momento en que las concibo. La ingrata experiencia de tener que disculparme frente a otros o de arrepentirme de algo que he dicho o hecho, me impulsa a esforzarme por tener que hacerlo el menor número de veces posible en el futuro. En resumen: he hecho demasiadas veces el gilipollas, madre.
A lo que iba. Intuyo que el ardor intelectual tiene que ver con el orgullo, ese escurridizo defecto que nos esclaviza como pocos. Así que concluyo que la bronca, aunque pueda ser divertida, no es inteligente, ensucia la inteligencia y hace perder el tiempo a los inteligentes que la emplean, que pasan a serlo menos.
Por supuesto, puedo estar equivocado.
Me parece muy bien. Lo practican personajes a los que respeto verdaderamente y de los que no espero que cambien ni realmente lo deseo. Pero desconfío del mandoble, un golpe que por definición no es preciso, aunque a veces –con frecuencia incluso si las manos son especialmente hábiles— dé en el blanco. Y también desconfío de la excitación, aunque sea comprensible y en ciertas condiciones, inevitable, porque puede poner en alerta los sentidos, pero no mejora el raciocinio sino que lo entorpece.
Es una desconfianza que nace de la experiencia. He fallado tantas veces y sigo haciéndolo, que cada vez soy más cauteloso. La evidencia de mis errores me lleva a desconfiar de mis opiniones desde el momento en que las concibo. La ingrata experiencia de tener que disculparme frente a otros o de arrepentirme de algo que he dicho o hecho, me impulsa a esforzarme por tener que hacerlo el menor número de veces posible en el futuro. En resumen: he hecho demasiadas veces el gilipollas, madre.
A lo que iba. Intuyo que el ardor intelectual tiene que ver con el orgullo, ese escurridizo defecto que nos esclaviza como pocos. Así que concluyo que la bronca, aunque pueda ser divertida, no es inteligente, ensucia la inteligencia y hace perder el tiempo a los inteligentes que la emplean, que pasan a serlo menos.
Por supuesto, puedo estar equivocado.
5 comentarios:
Cuánta razón tiene. Yo a veces pierdo las formas - es decir, me acaloro - en las discusiones y ello me avergüenza; pero hay quien piensa que es signo de fe y convicción (y, en efecto, debe de serlo).
Con lo feos que nos podemos cuando chillamos.
Yo, ídem.
Lo siento, soy de carácter temperamental, es lo que tengo. Debato con ardor -que no con cabezonería-, pues sé reconocer cuándo me equivoco. No obstante hablo como ando, ando como conduzco, conduzco como una amazona. Así, mal.
Admiro al conversador que no tiene nada que ver conmigo, en serio.
Un beso, M. Qué buena, ésta de la Mandrágora.
Pues yo tengo debilidad por llevar la contraria, aún sin razón, qué le vamos a hacer, el placer de picar por picar. En cuanto a discusiones que me afectan, si veo que la cosa sube de tono paso, al fin y al cabo sé que tengo la razón, ya caerán del guindo. ;D
uy! yo soy muy mala discutidora porque me convencen enseguida, todo tiene su verdad y su mentira. Además. ni siquiera los conceptos que definen nuestra realidad son verdad.
Pero lo de la experiencia es interesante, creo que a la mayoría de la gente le va creando prejuicios que le hace equivocarse, es decir, no acertar. Lei un vez esta frase: "Su experiencia, como muchas veces sucede, le hizo equivocarse".
My Blue Eye: creo que las convicciones firmes son convenientes a condición de que sean muy pocas y estén racionalmente y empíricamente muy fundadas, y en permanente actualización (uf, cuántos matices), pero el acaloramiento, bien mirado –y desde luego he visto bien el mío-, es más un signo de debilidad que de firmeza. Creo que incluso en el mejor de los casos el acaloramiento obedece no tanto a la solidez de unos buenos principios, como a la frágil estructura de la psicología humana: orgullo, temor, rencor y demás parásitos.
Aviadora: ese temperamento suyo tiene su indudable atractivo (una vez que uno toma la precaución de ponerse a resguardo de los zarpazos, claro). Tengo curiosidad por saber si irá a más o a menos, me lo tendrá que ir diciendo. La verdad es que me quedé con ganas de preguntarme en la entrada si es que el pensamiento racional, llevado a sus últimas consecuencias y con el mayor autodominio posible, es fatalmente aburrido.
Así que conduce como una amazona... ¿Locuras por la Ronda Norte?
Daniel: una mosca cojonera, vamos. Una especie indispensable con una vida muy peligrosa. Espero que siga llevando la contraria: con el debate se avanza más deprisa.
Nootka: al contrario, creo que la experiencia es fundamental en todos los órdenes. Los errores (otra experiencia) no son efecto de la experiencia sin más, sino de una insuficiente. Y el prejuicio es consecuencia de un defectuoso (no racional) análisis de datos empíricos, no de los datos mismos. La experiencia es un instrumento básico para el conocimiento (no sólo científico) y no tiene la culpa de que los humanos seamos tan imperfectos como para no prestarle suficiente atención, o como para interpretarla equivocadamente.
Publicar un comentario