Al fondo se oyen los gritos de los que ya están montados. En la entrada a la atracción hay un cartel que avisa muy claramente a quienes padecen del corazón o de la espalda. No necesito leerlo para decidir quedarme fuera. Me digo que es mi predisposición al mareo por cosa de las cervicales aunque sospecho, no obstante, que es simple flojera.
Así que me quedo esperando por los alrededores, disfrutando de ese privilegiado punto de observación que es el parque y especialmente atento para captar el sonido de palabras pronunciadas en francés por una voz femenina. A salvo.
Pero el cine no avisa o no lo hace tanto. Es fácil acabar en una película de emociones fuertes sin esperarlo. Y no me parece bien porque mi flojera es la misma y, aunque no haya gritos, puedo acabar llorando a moco tendido o intentando contener las lágrimas a duras penas. En el cine hay curvas muy inclinadas, bajadas a gran velocidad y giros verticales de 360 grados que me dejan aterido y que afronto atemorizado con los dedos clavados en los reposabrazos mientras la butaca avanza rápidamente hacia algo aún peor. La última vez que lo sentí fue en “Camino”, esa conmovedora, dolorosa y redonda película de Javier Fesser.
Hubiera querido poder oír la angustia de quienes la vieron antes que yo o un cartel que advirtiera a los padres débiles de corazón o flojos. Me habría sentido aludido y agradecido. Aunque, por otra parte, no sé si hubiera preferido no llegar a verla: empiezo a comprender el extraño placer de salir temblando de una montaña rusa.
Así que me quedo esperando por los alrededores, disfrutando de ese privilegiado punto de observación que es el parque y especialmente atento para captar el sonido de palabras pronunciadas en francés por una voz femenina. A salvo.
Pero el cine no avisa o no lo hace tanto. Es fácil acabar en una película de emociones fuertes sin esperarlo. Y no me parece bien porque mi flojera es la misma y, aunque no haya gritos, puedo acabar llorando a moco tendido o intentando contener las lágrimas a duras penas. En el cine hay curvas muy inclinadas, bajadas a gran velocidad y giros verticales de 360 grados que me dejan aterido y que afronto atemorizado con los dedos clavados en los reposabrazos mientras la butaca avanza rápidamente hacia algo aún peor. La última vez que lo sentí fue en “Camino”, esa conmovedora, dolorosa y redonda película de Javier Fesser.
Hubiera querido poder oír la angustia de quienes la vieron antes que yo o un cartel que advirtiera a los padres débiles de corazón o flojos. Me habría sentido aludido y agradecido. Aunque, por otra parte, no sé si hubiera preferido no llegar a verla: empiezo a comprender el extraño placer de salir temblando de una montaña rusa.
5 comentarios:
Bueno, las hay mucho peores. Y todo sean películas.
El asunto es que pagamos para sentir una congoja que no querríamos sentir por verdaderas razones. Extraño gusto.
Bueno, es una manera "sencilla" de experimentar con esas sensaciones con la "garantía" de que no serán permamentes, una especie de entrenamiento emocional a través de la empatía.
Será entrenamiento, pero qué agujetas. Me duraron hasta el día siguiente.
Es cuestión de verse una de Paco (Martinez Soria), aguita de limón (con azúcar), mano de santo para las agujetas :-)
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