Acabado el bachillerato dudé y estuve tentado de estudiar Psicología, pero me dijeron que aquello no tenía futuro. Como ni tenía ni tengo vocación alguna, y por no molestar a nadie, acabé estudiando otra cosa. Para acabar trabajando de psicológo.
“Después del tiempo que le he dedicado al asunto solo tengo claro una cosa: no se puede perder”, me dice el obsesivo cliente al concluir el juicio y sin conocer el sentido de una sentencia que puede tardar semanas. Me siento como el médico al que su paciente le suelta, tajante: “después de lo mucho que me he cuidado solo tengo claro una cosa: no me puedo morir”.
No hay otra: debo comenzar la terapia. Querría que Maslow estuviera a mi lado. “No nos pongamos la venda antes que la herida... Hemos hecho lo que teníamos que hacer y lo hemos hecho bien... Trate de no pensar en el asunto hasta que la juez se pronuncie... No es más que una porción de terreno en la que no habían reparado hasta ahora... Céntrese en lo que de verdad es su vida, aparque por un instante la disputa”.
Por un momento creo que el cliente se va tranquilizando, que lo peor ha pasado. Su frágil esposa, atrapada desde hace meses en ese poderoso campo magnético que es la vorágine cerebral de su marido, agradece que trate de aliviar la tensión y sonríe. Pero sé que todo es inútil. La autoestima de ese hombre depende del futuro de aquel terruño que ni siquiera es suyo, sino de la suegra. La mente obsesiva del cliente sigue girando, se percibe en sus ojos, y lo hará más rápido en cuanto nos despidamos.
Veo a la pareja descender por la calle en busca de su coche y me viene a la cabeza lo que un psicólogo clínico sostiene casi siempre: el cliente nunca tiene razón.
(“In Treatment”. HBO, claro. Algún día tendré que hablar de ella).
“Después del tiempo que le he dedicado al asunto solo tengo claro una cosa: no se puede perder”, me dice el obsesivo cliente al concluir el juicio y sin conocer el sentido de una sentencia que puede tardar semanas. Me siento como el médico al que su paciente le suelta, tajante: “después de lo mucho que me he cuidado solo tengo claro una cosa: no me puedo morir”.
No hay otra: debo comenzar la terapia. Querría que Maslow estuviera a mi lado. “No nos pongamos la venda antes que la herida... Hemos hecho lo que teníamos que hacer y lo hemos hecho bien... Trate de no pensar en el asunto hasta que la juez se pronuncie... No es más que una porción de terreno en la que no habían reparado hasta ahora... Céntrese en lo que de verdad es su vida, aparque por un instante la disputa”.
Por un momento creo que el cliente se va tranquilizando, que lo peor ha pasado. Su frágil esposa, atrapada desde hace meses en ese poderoso campo magnético que es la vorágine cerebral de su marido, agradece que trate de aliviar la tensión y sonríe. Pero sé que todo es inútil. La autoestima de ese hombre depende del futuro de aquel terruño que ni siquiera es suyo, sino de la suegra. La mente obsesiva del cliente sigue girando, se percibe en sus ojos, y lo hará más rápido en cuanto nos despidamos.
Veo a la pareja descender por la calle en busca de su coche y me viene a la cabeza lo que un psicólogo clínico sostiene casi siempre: el cliente nunca tiene razón.
(“In Treatment”. HBO, claro. Algún día tendré que hablar de ella).
4 comentarios:
Esta la pillé por casualidad en la fox una noche de vuelta de... de vuelta de todo y me dejó clavado. ¿Qué sería de nos sin la HBO?
Que estaríamos un poco más aburridos.
Ya, el cliente no tiene razón pero tiene la pasta ¿no le parece suficiente razón para tener razón?
ay, que pena, a lo que hemos llegao
Diga lo que diga, atender un ultramarinos jurídico no está pagado. Y qué de disgustos.
Hágase una idea: en realidad vendemos, antes de verlo y saber cómo es, un producto que nos traerá un tercero con el que no nos llevamos especialmente bien. Y a veces nuestro cliente se decepciona. No lo entiendo.
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